Curandera por los hongos
Dr. Héctor Darío Aguirre Arvizu
21-03-25
María Sabina, curandera. |
A continuación reproducimos una entrevista que realizó el escritor Fernando Benitez a María Sabina, publicada originalmente en algún diario no especificado, en agosto de 1970, pero que volvió a aparecer en 100 Entrevistas, 100 Personajes, publicación de PIPSA.
María Sabina es una chamana mazateca, originaria de Huautla de Jiménez, Oaxaca y fallecida a los 87 años de edad en 1985. Su nombre era María Magdalena Sabina García. Heredó de sus antepasados los conocimientos sobre medicina tradicional y curación mediante hongos alucinógenos., gracias a los cuales se convirtió en una afamada sacerdotisa que guiaba a quienes consumían hongos por motivos terapéuticos o antropológicos. Su fama trascendió las fronteras de México y constantemente recibía en su modesta casa de Huautla las visitas de estudiosos e interesados en el llamado teonanácatl.
SANTIDAD Y SUFRIMIENTO
María Sabina es una mujer extraordinaria. Como otros mexicanos notables, el reconocimiento no le ha venido de su patria, sino del extranjero. Roger Herim habla de la “personalidad poderosa” de María Sabina, y Gordon Wasson, su descubridor, la llama señora y en su primer encuentro escribe de ella: “La señora está en la plenitud de su poder y se comprende fácilmente porqué Guadalupe [mujer del síndico Cayetano García] nos dijo que era una señora sin mancha, inmaculada, pues ella sola había logrado salvar a sus hijos de todas las espantables enfermedades que se abaten sobre la infancia en el país mazateco, y que nunca se había deshonrado utilizando su poder con fines malévolos… nosotros hemos comprobado que se trata de una mujer de rara moral y de una espiritualidad elevada al consagrarse a su vocación, y una artista que domina las técnicas a su cargo. Se trata verdaderamente de una personalidad”.
Por desgracia, el hecho de que María habla exclusivamente mazateco me ha impedíos conocerla en toda su riqueza y su profundidad espirituales. No sin vencer una vieja desconfianza, accedió a contarme su vida en tres sesiones, y aunque tenía como traductora a la inteligente profesora Herlinda y esta mujer, nativa de Huautla, habla a la perfección el mazateco, pronto se reveló que no sólo era incapaz de traducir el pensamiento poético de María, sino que deformaba el sentido y la originalidad de su relato al pasarlo por el filtro de otra cultura y de otra sensibilidad.
Acompañada de su nieta o de un nietecito, María Sabina bajaba siempre por el cerro donde se apoya el hotel, lo cual me daba la impresión del que venía volando desde su remota cabaña. descendía literalmente del tejado, desdeñando la puerta y la escalera, y como sus pies descalzos no hacían el menor ruido al pisar las tablas del corredor y se aparecía de pronto, sin anunciarse, de un modo enteramente fantasmal, no dejaba nunca de sorprenderme cuando decía cerca de mi oído con una voz muy suave:
–Dali.
Su bisabuelo Pedro Feliciano, su abuelo Juan Feliciano y su padre Santos Feliciano, fueron curanderos. No conoció a ninguno de los tres –el padre desapareció joven, cuando María tenía cuatro años– de manera que no pudo aprovechar los conocimientos y las experiencias de sus antepasados.
La familia quedó muy pobre y la niña María Sabina, con su hermana mayor María Ana, debía pastorear un rebaño de cabras. El hambre las hacía buscar los muchos hongos que crecen en las faldas de los cerros y se los comían crudos, fueran comunes o alucinantes. Embriagadas, las dos niñas se hinchaban y llorando le pedía al sol que las ayudara.
maría, dejando la silla en que está sentada, se arrodilla en medio de la habitación y juntando las manos principios a orar fervorosamente. Se da cuenta del que las palabras son insuficientes y recurre a la acción para que yo tenga una idea precisa de lo que significó su encuentro con los hongos y el estado de religiosa inspiración en que la sumieron. Su rostro expresivo se ilumina reflejando la luz misteriosa de aquella primera embriaguez tan lejana en el tiempo y aún tan viva en su memoria.
–¿Por qué lloraba? –le pregunto.
–Lloraba de sentimiento. Lloraba al pensar en su miseria y en su desamparo
–¿A partir de entonces comía hongos con frecuencia?
–Sí. Los hongos le daban valor para crecer, para luchar, para soportar las penas de la vida.
Tenía seis o siete años y ya cultivaba con un azadón la tierra de su padre, hilaba el algodón, tejía sus huipiles. Más tarde, aprendió a bordar, acarreaba leña y agua, vendía telas o las cambiaba por gallinas, ayudaba a moler el maíz y a buscar hongos y yerbas en el campo, es decir, trabajaba como todas las niñas indias levantándose antes del amanecer y no descansando un momento hasta la hora de acostarse. A los catorce años la pidió en casamiento Serapio Martínez, un mercader ambulante que viajaba a Tecomavaca, a Tehuacán, a Córdoba, a Orizaba, cargando ollas, ropa y manta. En uno de esos viajes se lo llevaron a pelear los carrancistas o los zapatistas, no lo sabe bien, y volvió ocho meses después terciado de cartucheras, trayendo caballo y carabina, porque fue soldado valiente.
María le dijo:
–Ya deja las armas. Sufro mucho y es necesario que vivas conmigo.
Serapio desertó. Anduvo comerciando fuera algún tiempo y la visitaba a escondidas. Nunca, en sus tiempos de comerciante o de soldado, se olvidó de enviarle algún dinero. María, por su parte, siguió trabajando y ayudando a los gastos de la casa.
Esta unión –los indios no se casaban entonces– duró seis años. Serapio contrajo la influenza española y agonizó diez días echado en un petate. en vano lo asistieron los mejores curanderos de Huautla. El muchacho “estaba como loco” y dos días antes de morir, los brujos sentenciaron: “No tiene remedio. Perderás a tu marido”.
Pasados los cuarenta días de luto oficial mazateco, María volvió a cultivar la tierra y a ocuparse de los tres hijos tenidos en su matrimonio: Catarino, María Herlinda y María Polonia. Naturalmente comió hongos para que le dieran conformidad y fuerzas para sostener a sus hijos. Vivió trece años viuda, cortando café en las fincas, bordando huipiles, realizando pequeños negocios. De tarde en tarde recurría a los hongos, p pero a medida que su vida mejoraba y sus hijos crecían, terminó por olvidarlos. Concluido ese largo periodo de soledad –“aquí vivimos como monjas”, aclara la profesora Herlinda–, la pidió un hombre llamado Marcial Calvo, brujo de profesión, y tuvo con él seis hijos.
–¿Qué diferencia hay entre un brujo como Marcial y una curandera como María Sabina? –le pregunté a Herlinda.
–Yo adivino –responde María excitada–. Llego a un lugar donde están los muertos y si veo al enfermo tendido y a la gente llorando, siento ue se acerca una pena. Otras veces, veo jardines y niños y siento que el enfermo se alivia y las desgracias se van. Cantando adivino todo lo que va a pasar. El brujo, rezando, ahuyenta a los malos espíritus y cura por medios e ofrendas. Yo nunca comí hongos durante los doce años que duró nuestro matrimonio porque me acostaba con él, y como tenía otro modo e curar, siempre le oculté mi “ciencia”.
Marcial, aparte de ser brujo, era un mal hombre. La costumbre de beber aguardiente como una práctica asociada a su profesión, había hecho de él un ebrio.
MEDICINA MÁGICA
Casi no daba dinero y golpeaba a los niños y a su mujer, aunque estuviera embarazada. Del relato de María surge con frecuencia la palabra que ya otras muchas veces he oído en boca de los indios: sufrimiento. “Sufrí mucho; sufrí demasiado”, dice resumiendo las diferentes etapas de su vida.
Su iniciación en la medicina mágica ocurrió durante los últimos años de su matrimonio, cuando enfermaron dos ancianos conocidos suyos que según la costumbre recurrieron a los servicios profesionales de Marcial. De nada valieron huevos, yerbas y oraciones. Empeoraban diariamente y hubieran muerto si María no interviene devolviéndoles la salud.
–¿De qué manera los sanó?
–Comiendo hongos. Cantando. Invocando a Dios Espíritu Santo, a San Pedro, a San Pablo, a todos los santos del cielo.
Marcial, al descubrir que María comía hongos y era una curandera dotada de fuerzas superiores a las suyas, se encolerizó y delante de los viejos le pegó a su mujer.
–María Santísima, sangré– exclama con los ojos relampagueantes de cólera.
“Estaba muy cansada, muy fatigada.” La brutalidad de Marcial determinó que poco a poco lo “desechara”, según la versión de Herlinda. Marcial “se metió” entonces con cierta mujer casada, vecina de María, que tenía hijos grandes, y una noche el madero y los hijos le quebraron a palos la cabeza. María oyó los gritos. Sin embargo, no pensó en Marcial y sólo al día siguiente fue que lo halló muerto en el camino. el marido engañado, con su hijos, abandonó a la adúltera, que hasta la fecha vive solitaria en Barranca Seca.
Hace veinte años murió el brujo Marcial. Veinte años que María ha vivido intensamente dedicada a la sobre tarea de hacerse de una reputación como co-ta-ci-ne, “la que sabe”, y de sostener a su familia cada vez más numerosa. Al principio las cosas fueron difíciles. Debía mantener a sus diez hijos –de ellos viven siete en la actualidad– y a su hermana María Ana, ayudándose con el azadón, el bordado, los cerdos y las gallinas o vendiendo aguardiente y comida a los viajeros que transitan por el camino real donde siempre ha tenido su casa.
El largo período de viudez lo ha pasado sola, no porque pensara mal de los hombres, sino porque teniendo tantos hijos no quiso volver a casarse, y una vez que principió a trabajar con los hongos, los hombre dejaron de interesarle.
Sus primeros pacientes fueron los viejos que estaban para morir. El haberlos sanado le abrió un nuevo camino, pero no había perdido la fe en los curanderos y tenía miedo de curar a través de los hongos sagrados.
Lo que la resolvió a emplearlos nuevamente fue la suma gravedad en que se vio su hermana María Ana. Estando sentada o comiendo, de pronto “se ponía morada”, apretaba las manos y se caía al sueño. Los brujos habían agotado con ella sus remedios y María pensó que si tomaba una gran cantidad de hongos podría ver la enfermedad y curarla.
Tomó en aquella ocasión treinta pares, y hallándose en el trance se le acercó un espíritu con un libro en las manos que le dijo: “Aquí te entrego este libro para que puedas trabajar”.
Ella era incapaz de leer el libro, porque no tuvo oportunidad de ir a la escuela, pero le fue dado el don de conocer los secretos de las cosas y de adivinar el futuro “como si estuviera leyendo un libro”. Debido a su fuerza mágica, los huevos que los brujos habían enterrado en lugares desconocidos del cuarto donde se hallaba su hermana, se desenterraban solos, venían a sus manos, y María sin volverse los tiraba al suelo, sabiendo así que la enfermedad no necesitaba los huevos y bastaba con el poder de los hongos. Cuando María volvió en sí y vio los cascarones de los huevos rotos comprendió que se trataba de una realidad y no de una alucinación provoca por los hongos.
Después de la milagrosa curación de la hermana, María comenzó a ejercer la profesión de curandera y a ganarse la confianza de la gente. Abandonó el azadón y no volvió a cortar café. Su vida mejoraba sensiblemente. Atendía a las parturientas, a los hombres que tenían un frío o un calor en el cuerpo; le devolvía el alma a los que la perdía por haberse asustado y ahuyentaba los malos espíritus.
En sus curaciones, María siempre ha usado exclusivamente tres clases de hongos: el llamado Pajarito, el San Isidro y el Desbarrancadero. El Desbarrancadero se encuentra en el bagazo de la caña de azúcar, el San Isidro en el estiércol y el Pajarito brota de preferencia al cobijo de laos maizales o de las plantas que tapizan las húmedas faldas de los montes.
Una escena ocurrida entre María sabina y su hijo Aurelio la segunda vez que Wasson tomó los hongos, podría ilustrarnos acerca de la idea que María se ha formado del poder adivinatorio de los hongos. Escribe Wasson: “…la conducta de María fue en esta ocasión muy diferente… Ni danza ni elocución persuasiva. Sólo tres o cuatro indios se hallaban con nosotros y la señora llevó con ella no a su hija, sino a su hijo Aurelio, un muchacho menor de veinte años y que parecía enfermo o anormal. Fue le hijo, y no nosotros, el objeto de su atención. A lo largo de la noche, su canto y sus palabras se dirigieron a ese muchacho como la expresión dramática, lírica, siempre conmovedora, del amor de una madre por su hijo. La ternura que impregnaba su voz mientras cantaba y hablaba, sus gestos cuando se apoyaba afectuosamente sobre Aurelio, nos agitaron hondamente. Extranjeros, nos habíamos sentido muy incómodos ante esta escena si no viéramos en la actitud de la curandera, poseída por los hongos, un símbolo de amor maternal más que el crio angustiado de una madre. Esta expansión sin trabas desencadenada verdaderamente por los hongos sagrados, era de tal calidad que pocos etnólogos podrían llegar a percibir”.
Al entrevistar a María Sabina, como sabía que su hijo había muerto trágicamente, le pregunté si su actitud de esa noche obedeció a que ella presentía la próxima desaparición de Aurelio.
–Aurelio estaba triste –explicó María–. Esa noche me había dicho: “María, sé que me voy a perder”. No digas eso –le contesté, pero yo sabía que venía una desgracia y no podía detenerla.
–Después de la velada a que se refiere el señor Wasson, tomé hongo con mi hijo Aurelio y un amigo nuestro llamado Agustín. Cuando estaba en el éxtasis, apareció un hombre llevando enrolada una piel de toro podrida y gritó con voz espantosa: “Con éste son cuatro los hombres qu he matado”.
–¿Oíste, Agustín, lo que dijo ese hombre? –le pregunté a nuestro amigo-. ¿Lo has visto? “Sí, lo vi” –me contestó-. “Es uno de los Dolores.” [Dolores se llamaba la madre del asesino.]
–Mi hijo Aurelio murió a los quince días. El Dolores, borracho, pasó corriendo por el patio y le clavó un cuchillo.
–¿Por qué lo mató? Debe haber una razón.
Herlinda se encargó de responderme.
–Aurelio era comerciante y el Dolores le debía cincuenta pesos.
Tal vez por eso lo mató.
El éxtasis lo interrumpe bruscamente María Sabina pronunciando repetidamente el nombre de sus clientes. En ese caso, mi nombre: “Fernando, Fernando, Fernando”.
La profesora Herlinda intervino:
–Es necesario contestarle “aquí estoy”.
Hice un esfuerzo sobrehumano y respondí confuso:
–Aquí estoy.
Pienso ahora que es cruel arrancar a los embriagados de su trance, pero este llamado forma parte de la técnica de María, es un paso del ritual que tiene posiblemente como objetivo interrumpir la cadera de desdoblamientos y devolverle al paciente la conciencia de su personalidad.
Otras veces los llamados son menos personales aunque igualmente efectivos. Existe una deliberada voluntad de romper la secuencia del cántico, de mantener alerta al paciente o de impedir que su ser permanezca largo tiempo en un parte del delirio hecha de reminiscencias vergonzosas y de espantables metamorfosis. María cambia el tono, introduce cierto desorden, una complicación no prevista, una insistencia desagradable, lo que equivale a pasar de un extremo a otro del éxtasis, a vivir en la eternidad.
D. R. 2021 Darío Aguirre
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