El recitador de Zapotlán
Dr. Héctor Darío
Aguirre Arvizu
18-09-21
20-09-21
Nota:
Debido a que Blogger de Google oculta las publicaciones hechas en el
blog antes de dos años a la fecha de hoy a las búsquedas internas
del público, y en las búsquedas externas coloca a las mismas como
"no seguras", he decidido volver a publicar todas las
semblanzas realizadas en 2016, 2017 y 2018 el mismo día a que
correspondan en las efemérides. Todas las publicaciones anteriores a
junio serán reeditadas el siguiente año, pero puede accederse a
ellas a través de las Efemérides Mexicanas de este 2020 ya que en
cada fecha se pone la liga a la entrada del blog.
#Semblanza #UnDíaComoHoy 21 de septiembre de 1918 nace en Ciudad
Guzmán, Jalisco, el escritor Juan José Arreola. Entre su obra narrativa
destacan: Varia invención, Confabulario, La hora de todos y Palindroma. Recibió
el Premio Jalisco de Literatura, el Premio Xavier Villaurrutia, el premio
Nacional de Lingüística y Literatura y la condecoración del gobierno francés
como Oficial de Artes y Letras Francesas. Premio Juan Rulfo 1992. Muere el 3 de diciembre de 2001.
A continuación reproducimos una
entrevista que realizó Emmanuel Carballo a Juan José Arreola y fue publicada en
un diario de México en abril de 1964 y reproducido en el libro 100 Entrevistas,
100 personajes de PIPSA.
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Juan José Arreola, (1)
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Nació en Ciudad Guzmán (antes Zapotlán),
Jalisco en 1918. A los diez años publicaba ya sus primeros textos en el
periódico local Vigía. De origen obviamente campirano, se ocupó de los más
diversos oficios: aprendiz de impresor, empleado de molino de café, dependiente
de tienda de abarrotes… Fue vacado para estudiar teatro en París en 1944.
Posteriormente hizo estudios de filología en el Colegio de México y laboró
durante años como supervisor editorial en el FCE. Campeón en las artes del ajedrez.,
obtuvo en 1953 el Premio de Literatura Jalisco, y en 1955 el Premio del
Festival Dramático del INBA. En 1963 fue galardonado con el Premio Xavier
Villaurrutia por su novela La Feria, y en 1977 obtuvo el Premio Nacional de
Periodismo. Es autor, entre otros, de las siguientes obras: Varia invención
(1944), Confabulario (1952), Bestiario (1958).
EL
RECITADOR DE ZAPOTLÁN
A juan José Arreola lo conocí en 1952. Y
reconocí en él (hecho poco frecuente, como lo comprobaría después= al autor de
sus cuentos. Se conducía como sus criaturas, hablaba como ellas y, como ellas,
no distinguía entre la imaginación y la realidad. Lo agobiaban problemas en
apariencia pequeños (las carreras de automóviles y bicicletas, las erratas en
los libros recién leídos, la lentitud con que
maduran ciertos quesos o la rapidez con que se marchitan ciertas
mujeres) y también lo agobiaban los problemas ontológicos y metafísicos.
A Juan José Arreola lo conocí primero
como escritor y después como persona de carne y hueso. El cuentista, que había
publicado dos libros: Varia invención (1949)
y Confabulario (1952), me produjo un
efecto estético deslumbrante. Admiré la manera como estructuraba los cuentos,
creaba a los personajes e infundía vida a las anécdotas mediante un estilo que
se acercaba peligrosamente a la perfección.
—¿Cuáles
fueron los primeros textos que despertaron tu entusiasmo de lector?
—El cimiento de mi formación literaria
es El Cristo de Temaca del padre Placencia, gran poeta casi desconocido.
Aprendí el poema como un loro, oyéndoselo a los muchachos de quinto año,
quienes, a su vez, se empeñaban en memorizarlo. Sentado en el mesabanco de la
escuela (no estaba ni siquiera inscrito, me llevaban mis hermanos mayores)
escuché aquellas palabras armoniosas, aquel lenguaje distinto al que oía en las
calles. En casa, en un momento de exultación, de entusiasmo, me subí a una
silla bajita, de esas que llaman “sillas bajitas”, de ixtle o de tule, y me
puse a recitar El cristo de Temaca. Desde entonces (aún no sabía leer), adquirí
la manía de memorizar los pasajes que me entusiasman. Me acuerdo que
curiosamente yo no aprendí a leer: las letras me entraron por los oídos. Veía y
oía deletrear a mis hermanos, y deletreaba inconscientemente con ellos. El
primer libro que manejé fue el libro de preimer año y no el silabario. A partir
de ese momnto, sentí voraz amor por las palabras me encantaban los nombres
extraños que oía en casa. Por un azar, cuando comencé a leer, cayeron a mis
manos varias biografías de pintores llenas de nombres extranjeros, nombres que
amé por su sonoridad: Giorgione, Tintoretto, Pinturicchio, Ghirlandaio, Esos
nombres tienen importancia porque durante el tiempo en que fui empleado de
mostrador llenaba las hojas de papel de envoltura con versos, nombres y mis
primeros gérmenes imaginativos. En medio kilo de sal, en un kilo de azúcar, o
en un cuarto de kilo de piloncillo se fueron mis primeros trabajos literarios.
La literatura, como las primeas letras, me entró por los oídos. Si alguna
virtud literaria poseo, es la de ver en el idioma una materia, una materia
plástica ante todo. Esa virtud proviene de mi amor infantil por las
sonoridades, a las que ahora llamo en compañía de los tratadistas cláusulas
sintácticas.
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Juan José Arreola, (2)
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DEDOS Y
LENGUAJE
—El pensamiento opera como dedos y manos
sobre la materia impalpable del lenguaje, ejerce presión, ordena las palabras,
en eso estoy de acuerdo con muchos escritores que opinan que el acto de
escribir consiste en violentar las palabras, ponerlas en predicamento para que
expresen más de lo que expresan. El arte literario se reduce a la ordenación de
las palabras. Las palabras bien acomodadas crean nuevas obligaciones y producen
una significación mayor de la que tienen aisladamente si pudiéramos tomarlas
como cantidades de significación y sumarlas.
—Volvamos
a los “cimientos”, a los años en que despertaron tus sentidos.
—Desde niño comencé a representar obras
de teatro y a recitar. Una de mis tías declamaba versos en público. Cuando ya
no se sintió capaz, porque la edad empezaba a sitiarla, con muy buen gusto
abandonó su papel de recitador oficial de Zapotlán el Grande y delegó a su sobrino
la tarea de ir a las veladas literario-musicales, a las consagraciones de las fiestas civiles e
incluso a las fiestas religiosas. Así comencé a recitar versos , de manera más
formal, a los once o doce años. Por esos días, hice uno o dos papeles de teatro.
Mi comienzo en el arte ocurrió por el camino, bien teatral por cierto, de
trasmitir emociones a los demás mediante fórmulas poéticas y dramáticas.
—Se
dice, y yo lo creo, que tu memoria posee inagotables cantidades de colodión.
Que lo que allí lega, allí se queda. ¿Recuerdas qué obras, específicamente
literarias, dejaron huellas efectivas en tu vida de escritor?
—A los quince años acometí una
residencia, de un par de años, en Guadalajara, ciudad a la que sólo había ido
de niño por unos cuantos días. En Guadalajara adquirí mi primer libro. Es muy
importante que lo consigne: fue el Gog,
de Giovanni Papini. Se trata por fortuna de un gran prosista, aunque como hombre
sea de lo más objetable y dudoso, ya que intentó hacer filosofía, metafísica,
historia de las religiones, de la literatura…;es decir, que lo perdió su
poliedrismo desordenado.
Juan José Arreola me relata, en seguida,
sus pequeños viajes y las consecuencias humanas y artísticas que de ellos se
desprendieron:
—En el 36 regresé otra vez a Zapotlán a
ser lo que fui durante tantos años: un empleado de mostrador. Trabajé en
tiendas de abarrotes, en cajones de ropa, en papelerías, en molinos de café, en
chocolaterías. Fui un excelente vendedor. (Vendedor que tuve que resucitar en
México para ganarme la vida.) Después de permanecer un año en Zapotlán, a fines
del 36, vendí una máquina de escribir Oliver, mi única propiedad, regalo de mi
padre, y una escopeta de retrocarga de calibre 24, que había adquirido por mí
mismo: obtuve 13 pesos por la escopeta y 18 por la máquina de escribir. Compré
un boleto de quince cincuenta a México y llegué con casi 13 pesos en la bolsa.
Desde entonces comenzó un periodo en el que abarcó, íntegros, los años de 37,
38 y 39. Durante mi permanencia en la ciudad de México traté a varias personas
que me aproximaron a la literatura por medio de su ejemplo personal: Rodolfo
Usigli, Xavier Villaurrutia y algunos otros escritores que fueron maestros o
compañeros míos. Mi primer maestro de teatro, el que me enseñó definitivamente
a decir versos y a leer en voz alta, fue Fernando Wagner. Entre otros grandes
poetas me reveló a Rilke.
—También tuve un contacto, no
absolutamente directo, pero sí muy sensible, con los escritores que hacían la
revista Taller: Alberto Quintero Álvarez, Octavio Paz, y con José Luis Martínez
y Alí Chumacero, que ya pensaban en Tierra Nueva. En ese momento, y metido en
el teatro hasta el cuello, escribí a fines de 39 y principios de 40. Son farsas
y se llaman: la sombra de la sombra, Rojo y negro, inspirada en Stendhal, y
Tierras de Dios. Esta última me hizo sufrir durante varios años por la falta de
respeto con que trato los asuntos religiosos. Estas farsas no tienen más mérito
que la velocidad y el ritmo del lenguaje escénico. Previamente a las farsas
incursioné, como todos los jóvenes, en la poesía: produje unos poemas
lamentables, pero muy armoniosos. Por amor a la forma, cuando escribo en verso fabrico
siempre décimas y sonetos: piezas de poesía mediocre, inferior, pero bastante
bien trabajadas por mi amor radical al lenguaje que viene desde la infancia.
—Como
en los cuentos, ¿y luego?
—A principios de 40 volví a mi pueblo en
cierto modo derrotado: sufrí un pequeño, pero para mí muy grave desastre
económico, y también los estragos de un amor juvenil infinitamente tumultuosos.
Me gané la vida de maestro de secundaria. Construí una especie de castidad
estricta y aguda (aguda para la inteligencia) como contrapeso de mi sensualidad
desfallecida. Es la época en que tal vez he leído más y con mejor resultado. En
Zapotlán escribí mi primer cuento, “Sueño de navidad”, que no está recogido en Varia invención. Se publicó en el
periódico local El Vigía, la navidad
de 1940. Lo escribí casi de encargo. Cuenta la pesadilla de un niño en esa
noche, y me interesa porque encuentro en él reminiscencias estilísticas de
Leónidas Andreiev, el enorme cuentista ruso al que leí de una manera fanática.
A él y a casi todos los rusos, de Pushkin a Leonov.
En Guadalajara, durante los intensos
años de formación, Arreola conoció a Louis Jouvet. Con su patrocinio, viajó a
París en 1945:
—Ese viaje –me confiesa–, que no fue tan
largo como se había planeado, tuvo en mí inusitadas consecuencias. Mi vida está
dividida en antes del viaje y después del viaje. Se me antoja del tamaño de un
sueño constelado de impresiones extraordinarias. Me fue dado a mí, aspirante a
actor, pisar el escenario de la Comedia Francesa, en compañía de los más
ilustres comediantes de Francia.
—De París volví prematuramente: enfermé
de una dolencia capital en mi vida, tan importante como el amor. He sido
durante más de veinte años un enfermo imaginario. De las características y
altibajos de mi enfermedad se han desprendido el tono de mi vida y el tono de
mi obra. Ya en México, no serví en empleos de mostrador: ingresé, gracias a
Antonio Alatorre, al Fondo de Cultura Económica.
Hoy y para mí Juan José es el escritor
de historias cortas más sobresaliente que ha aparecido en México desde que el
cuento es un género autónomo ejercido por profesionales. Me parece el más
perfecto porque en sus textos han desaparecido los lastres que padeció desde
sus orígenes la prosa mexicana: el costumbrismo, el barroquismo innecesario, la
adoctrinación y el anacronismo. Sus cuentos son sorpresas que indistintamente
nos instalan en el horror, la belleza o la alegría de vivir.
Imágenes tomadas de:
Con información de:
(1) Carballo, E. (1964). El recitador de
Zapotlán. En 100 entrevistas, 100 personajes. PIPSA, Grupo Industrial y Comercial.
1991. (pp. 20-21).
D. R. 2019 Darío Aguirre
D. R. 2020 Darío Aguirre