miércoles, 17 de mayo de 2023

Alfonso Reyes

El mal enfermo


Dr. Héctor Darío Aguirre Arvizu
17-05-17
23-05-17

  Nota: Debido a que Google y Facebook consideran "viejas" las publicaciones de antes del 2020 nos vemos en la necesidad (y el gusto) de publicar nuevamente todas las entradas importantes, como las semblanzas, para que puedan ser "vistas" por esos sistemas y puedan ser compartidas.
 
     #Semblanza, #Efemérides, #EfeméridesMexicanas, #UnDíaComoHoy 17 de mayo de 1889 nació en Monterrey, Nuevo León, Alfonso Reyes, abogado, humanista, diplomático, poeta, crítico ensayista y dramaturgo, conocido en el mundo como "El escritor de México". Es autor de obras que sobresalen por su pulcro uso del español como Pasado en claro y Visión de Anáhuac, reconocido por importantes instituciones extranjeras y del país.
Alfonso Reyes.
Es, sin lugar a dudas, una de las más grandes figuras de la literatura castellana contemporánea. Su obra, agrupada en una veintena de tomos, empezó a ser editada en 1960 y abarca una amplia gama de géneros literarios trabajados siempre con un estilo ameno y depurado.
Desde 1913 perteneció al servicio diplomático , representando a nuestro país en Francia, España y Argentina.
Fue presidente e El Colegio de México, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y miembro fundador de El Colegio Nacional.
En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. Su influencia en la evolución cultural de México es indiscutible e irradia aún por todas las naciones de habla hispana. Sus retos yacen en la Rotonda de las Personas Ilustres del Panteón de Dolores.
Ha de morir en la ciudad de México, el 27 de diciembre de 1959. 
Joven.
A continuación transcribimos una entrevista realizada en casa de Don Alfonso a sus nietas durante la realización de un reportaje por parte de Víctor Acuña, contenida en su libro Mexicanos para la Historia (1955):

La escena es la gran sala de lectura, reunión y trabajo de don Alfonso, en su casa de la Avenida Industria. Un balcón volado, todo alrededor de la sala, con los muros cubiertos de estantes, y estos llenos de libros. Abajo, en el centro, una larga mesa y un gran florero. Sofás, sillones, Azul y crema. Grandes ventanales, por los cuales llegan los claxons y ladridos de la calle. En el rincón, arriba, la mesa de trabajo de don Alfonso. Este está escribiendo, alejado de nosotros y no oye siquiera lo que hablamos. Su esposa en una mesita contigua, llena fichas para la biblioteca del escritor.
El resto de la casa es pequeño, lleno de muebles y objetos mexicanos. Pero el reflejo de don Alfonso Reyes se encuentra, sobre todo, en este gran salón biblioteca que, pese a sus dimensiones, da una impresión de intimidad capaz de provocar la nostalgia a la hora de despedirse.
Estamos sentados en otro extremo del balcón volado. Apoyadas en la balaustrada de barras de hierro, tres muchachas.
Celia: 10 años. Delantal a rayas y cabellos de los que deben erizarse si se levanta de malas. Morena, nariz respingona y un acento francés excelente.
Manuela: 12 años. Vestido de cuadros. Trenzas con lazos rojos. Ojos que se ríen de todo el mundo y que no toman en serio las preguntas del reportero. Es la que menos habla y la que dice más.
Alicia: 17 años. Falda sastre gris, blusa blanca y zapatos de tacón alto. Está en la edad en que se reflexiona antes de contestar, pero a veces tiene rachas de travesura.
Los tres tesoros.
El reportero: Se hace la ilusión de que estos reportajes que hoy inicia se salen algo del camino trillado. Es él quien ha preguntado a las tres nietas de don Alfonso Reyes cómo veían a su abuelo. Después de esto, ya no ha tenido más que dejar hablar a las muchachas, y firmar la transcripción de esta charla. Hela aquí:
Alicia: no sé si elegió [sic] usted bien, para que le contemos cosas del abuelo. Lo vemos todos los días y estamos tan acostumbradas a mirarlo, no sólo como un abuelo, sino como un amigo, que no lo observamos. Mejor sería que le preguntara a él sobre nosotras. Porque él si nos observa.
Manuela: Cuéntale de aquel perrito argentino.
Alicia (súbitamente seria): Pobrecito. Era una preciosidad de perro. Lo trajo desde Buenos Aires; yo tenía cinco o seis años… debía ser en 38. Entonces fue cuando conocí a mi abuelo; antes no lo había visto y sabía de él por lo que me hablaban mis padres, por sus cartas… Era una especie de figura irreal, como de cuento, que de repente se transformó en un abuelo de carne y huesos, con un perrito para mí y un baúl lleno de juguetes.
Sello postal de Nicaragua.
Celia: ¿y qué tal ahora, Alicia?
Alicia: Ahora es distinto. Claro que es el abuelo, como siempre. Ya se encarga él de que no nos olvidemos de eso, con sus regalos, con sus consejos…
Manuela: Ayudándonos [a] hacer los deberes de la escuela. Sin él no tendría yo tan buenas notas de francés.
Alicia: Per además, ahora veo a mi abuelo como a una persona muy grande.
Manuela (soltando la carcajada): Pero si es tan chiquito… (En efecto, Don Alfonso no es hombre alto, aunque con su afabilidad borra completamente del visitante la impresión de que sea alguien con una talla determinada).
Alicia: Bueno, y ame entiendes. Quiero decir que no es como todos, al que todos miran y escuchan. En el trabajo, muchas veces mis compañeros me preguntan: «[¿]Qué piensa tu abuelo de esto o de aquello?» Y eso que en el laboratorio del Instituto de Cardiología, donde estudio, la gente no acostumbra preocuparse por cuestiones literarias.
Manuela (con cierta sorna): Y tú tampoco, Alicia.
Alicia: No, es verdad. De mi abuelo sólo he leído… déjame ver…pues tres cosas… la prosificación del Cid, La Saeta, Visión del Anáhuac y algunas poesías.
Celia: pero no todas somos iguales, eh, señor periodista. Escuche.
Y la chamaca se pone a recitar, tranquilamente, sin ninguna timidez un poema que don Alfonso Reyes escribió, hace años, en el parque madrileño del Retiro, después de contemplar un árbol cuya copa salía casi del suelo:
Como desde el suelo mismo
la copa empieza a brotar,
descalzos pisan la tierra
árboles sin tronco ya.
Son árboles de rodillas,
árboles a la mitad,
árboles, en fin clavados,
a más de lo natural.
No colguéis, pájaros,
nidos, al alcance de un rapaz.
Manuela: Se la enseñó mi abuelo. Y qué paciencia tuvo… porque Celia es muy distraída.
Celia: Sí pero cuando el abuelito nos cuenta sus cuentos, al regresar de la escuela, entonces no me distraigo.
Alicia: Es verdad. Si empieza a llover y ya no podemos estar en el jardín, nos venimos por acá. Nos sentamos en estos sillones, delante de la mesa del abuelo, y él, que ha estado trabajando y que no le agrada que lo interrumpan, nos dice: «Aguarden un momento». Termina de escribir, acaba la frase y se encara con nosotras: «Bueno, ¿qué habéis hecho hoy?» Se lo explicamos y él nos cuenta, también, lo que escribió. En el libro, luego si intento leerlo, lo encuentro difícil, a veces, la verdad, hasta aburrido, pero en cambio, cuando él nos lo aclara y pasa de una cosa a la otra y nos relata una historia, y nos lee unos versos de cualquier poeta… entonces… entonces sí que deberían escucharlo sus lectores. Estoy segura de que no habría nadie, en México, que no lo entendiera y que no lo quisiera un poquitín por esos ratos en que nos hace fantasear y reír y… Entonces, sí que es eso que dije una vez de él.
Disfrutando.
Celia: Vamos, no podías dejar de repetirlo, ¿eh?
Alicia: Pues claro… Le preguntaba qué hacía su abuelo y contestó… debía tener seis siete años… contestó «Hace canciones».
Manuela: Y bien que ha sabido aprovecharlo… Porque cuando se lo repitieron al abuelo, se puso muy contento, y ahora todas las veces que Alicia quiere algo de él, va y le pide una canción. Claro, el abuelo acaba diciéndole que sí.
Alicia: Mi abuela cree que es la definición de su oficio que más le ha gustado… la que, dice, quisiera que llegara a ser verdad.
Manuela: Y, además, el abuelo sí que nos ha hecho canciones… Miren…
Manuela se aleja, de un brinco. Sus trenzas la siguen, encendidas por el lazo rojo. Regresa al momento. Ha ido detrás de la mesa donde Don Alfonso está trabajando. Trae un libro en la mano, encuadernado en azul.
Busca entre las páginas y, lentamente, sin mucha expresión, pero con un orgullo que le estalla en cada sílaba, ya leyendo este poema, que lleva la fecha de 27 de mayo de 1942, hace exactamente nueve años, y que se titula como acaso debería titularse ente reportaje: El abuelo.
Dinos, viejo galán de
La edad Florida:
¿de todas las nietas,
la preferida?
—Una lleva el nardo,
Y es tan altiva.
Mortecina en la luz, y en
La sombra viva.
—Dinos, viejo galán de
la edad florida:
¿de tus netezuelas,
la preferida?
Otra lleva la rosa,
Y en tan gallarda.
Fácil es a la risa,
Y al lloro, toda.
—Dinos, viejo galán de
la edad florida
¿de tus nietas todas,
la preferida?
—Otra lleva el jazmín; tan
pequeñito.
Pero fresco aroma
Gozoso el grito.
Prósperos climas son,
Benéficos cielos,
Donde ya los hijos
Nos hacen abuelos.
—¡ay, abuelo galán!
Una que brotaba
De tu majuelo!
¡Ay, que la primavera
no se me acaba,
aún siendo abuelo!

Reportero (pensando en los lectores y aclarándose la voz): ¿Se han fijado ustedes cómo trabaja don Alfonso.
Manuela: ¡Cómo no! Al levantarnos y venir a darle los buenos días, ya lo encontramos aquí, en su mesa. La abuelita está muy preocupada, porque los médicos le prohíben trabajar tanto.
Celia: Y por la tarde, al regresar de la escuela, todavía está en la mesa, escribiendo. Entonces es cuando nos cuenta sus cosas y nos pregunta…
Alicia: No hay manera de hacerle descansar antes de la noche. Los médicos desde que tuvo dos infartos sucesivos, hace cuatro años, estuvo en la muerte, le repiten que debe trabajar poco. Es inútil. Él les contesta que se resignen, que la musa manda más que los doctores. La única manera de tentarle a descansar, es llamarle para que vea a sus perros. Tenemos dos escoceses, nuestros, y dos siberianos samoyedos que son una maravilla. Creo que no hay otros en todo México. Están cargados de medallas y premios ¡los pobrecitos!... Lo que los hemos fastidiado llevándolos a exposiciones y concursos.
Cartones de Madrid.
Manuela: Cuando le decimos al abuelo que ya es noche, él nos contesta, como burlándose que mientras uno no se levanta para cenar, siempre es la tarde… y a vees, a media noche todavía es la tarde, para él.
Celia: Lo peor es cuando, de repente, mientras está hablando, aunque haya visitas, se pone a escribir en cualquier pedazo de papel, en los puños de la camisa, como él dice… entonces está dos o tres días en que no hay manera de acercársele…
Alicia: Y esto que asegura que a la inspiración se la domina, se la orienta. Claro, eso lo asegura cuando nos ve sin ganas de estudiar… pero ya hemos descubierto cómo desenojarlo, entonces…
Manuela: La verdad es que con nosotras se enoja muy poco. Sólo cuando le decimos que es un mal enfermo.
Alicia: Muy, muy muy buen enfermo no lo es… Pero se le pasa el enojo en seguida, si venimos aquí y lo ayudamos con algo… buscándole libros, para que no tenga que levantarse, cortándole las páginas de tantísimos tomos como le envían de un cabo de mes al otro… Yo que soy muy perezosa para escribir, no me explico cómo no deja nunca de enviar una tarjeta dando las gracias por cada libro que recibe. Así es mi abuelo. ¡NI modo!...
Reportero (segunda y última pregunta): ¿Creen ustedes que ha tenido influencia en su carácter, en su manera de ser, el hecho de haber vivido con Don Alfonso, en esa casa, rodeado de libros, y de haber escuchado sus consejos?
Alicia: Los consejos de mi abuelo casi parecen cuentos. Quizás por esto son más fáciles de aceptar. Somos sociables, poco fiesteras, nos gusta salir de excursión… de todo esto la «culpa» es de mi abuelo, creo yo. Lo curioso es que ninguna de nosotras siente afición por las letras. Manuela quiere ser dentista, como su mamá. Yo me encuentro como el pez en el agua, en el laboratorio.
Celia (interrumpiendo indignada): Pero yo quiero heredar los libros, todos los libros… y hacer canciones… canciones muy grandes.
Don Alfonso se ha levantado y viene hacia nosotros. No resiste, sin duda, a la tentación de saber qué  piensan de él sus nietas. Pero el reportero no cederá. Don Alfonso tendrá que aguardar la publicación de este reportaje para lele lo que muy bien podría titularse El arte de ser abuelo.

Alba, V. (1955). Mexicanos para la historia (12 figuras contemporáneas). Biblioteca Mínima Mexicana. Volumen 24. Libro-Mex. Editores, S. de R. L.
Sello postal conmemorativo a Alfonso Reyes.
Aquí transcribimos parte de una entrevista realizada por Emmanuel Carballo publicada originalmente en marzo (sic) de 1959 (creemos que debe decir mayo), pocos meses antes del fallecimiento de Don Alfonso y reeditada para el libro 100 personajes, 100 entrevistas.

—Don Alfonso, se dice que hemos llegado en años recientes a la mayoría de edad, que nuestra literatura resiste el escalpelo de la crítica más estricta. ¿No le parece este juicio apresurado e inexacto?
Nuestra historia literaria no podrá ser, si ha de ser justa, una pura historia literaria. Nuestros escritores son caudillos y apóstoles. Aun nuestra lírica –el género más individual e  individualista– aparece, una y otra vez, sollamada por el incendio. No es esto negar sus fueros a la crítica pura, sino que es completaría, a fin de alcanzar el juicio escuánime [sic]. Mucho menos negamos que se hayan dado entre nosotros obras de sumo y estricto valor literario o poético. Pero la topografía, aunque las tome en cuenta, no puede trazarse solamente por las excepciones y las cumbres. Desde ellas, bajan empinadas laderas hasta los barrancos más intrincados. Y allá en el fondo de una cañada, encontramos tal poeta o tal libro que , con ser humilde y hasta efímero, respondió a una necesidad vital innegable, tuvo razón de ser y seguramente su utilidad.
—¿Este criterio no acarrearía abominables consecuencias de manga ancha, la justificación de muchos mamotretos?
—Naturalmente, nos arrastraría a enaltecer más de una estulticia. Todo ha de entenderse con moderación y con tacto. Por desgracia esto no se enseña.
—¿Cuál es entonces el camino a seguir por los críticos de nuestras letras?
—Sé que mi consejo es peligroso, y supone de parte del crítico una verdadera abnegación y hasta un sacrifico de sus íntimas preferencias. Confiésenlo, si no, los que se hayan visto en este trance. Pero no es menos peligroso el seguirse empeñando en someter nuestros productos literarios de ayer a las destiladeras del Abate Bremond. Seamos sinceros ¿cómo negar al Pensador Mexicano? Pero ¿cómo medirlo, por cuanto a su función novelística, con el mismo compás que aplicamos a Balzac o a Galdós? Nuestras esculturas están, muchas veces, trabajadas todavía en la cantera, en la roca. Entendámoslas sin desvirtuarlas, sin aislarlas artificialmente de la “circunstancia” que las hizo posibles.
Obra
—¿Volverá el consorcio entre el escritor y el pueblo?
—No lo sé. Pero muchos han empezado ya a recordar que el artista griego –el más exquisito de los artistas– concebía su arte como un servicio público, como un deber de fiesta cívica. Píndaro cantaba lo que entonces venía a ser para Grecia la Fiesta de la Raza, a saber: los juegos Olímpicos. Fidias esculpía, como hoy los malos escultores, para los edificios públicos y por encargo de los gobiernos… Porque tanta culpa tienen los gobiernos cuando escogen malcomo los buenos artistas cuando se niegan a responder a la elección del pueblo y a aceptar el compromiso de trabajar para el pueblo, aunque –claro está– educándolo y superando sus gustos rudimentales.
—Hace todavía dos lustros, el escritor publicaba sus libros por su cuenta, en ediciones muy cortas, y luego se conformaba con obsequiarlas a sus amigos, quienes, las más veces, no tenían tiempo ni ganas de leerlos. A partir de entonces, tal situación se ha modificado levemente. ¿Las nuevas condiciones de producción y distribución redundarán en benéfico de los escritores?
—No cabe duda que el contar con un mercado propicio, el hallarse más o menos bien pagado y el poder consagrarse a la vocación, redunda en la calidad del producto y, desde luego, en la continuidad y robustez de lo que pudiéramos llamar la acción literaria. Sin embargo, nos falta tanto camino por recorrer.
—Adentrémonos en el terreno cenagoso de las comparaciones. La pintura mexicana, tanto la realista como la abstracta, surge cierta depresión cualitativa. En cambio, la literatura entrevé una época de auge. Sin embargo, la situación de los pintores es más holgada que la de los escritores. ¿A qué atribuye esa manifiesta injusticia?
—La literatura, por su mal, ni siquiera puede movilizar en su provecho las fuerzs del “esnobismo” con tanta facilidad como la pintura, porque supone de parte del público mucho más trabajo y mucha más iniciativa. Y el “esnobismo” no es siempre ni necesariamente cosa desdeñable: sus efectos se han dejado sentir de modo notorio en varias fases de las culturas y en varios giros de las políticas.
—¿Cuál es el sitio que ocupa ahora el escritor en la sociedad en que vivimos?
—las nuevas luces, la nueva estructura jurídica y social de nuestras repúblicas, el nuevo honor concedido a las artes de la cultura, todo contribuye a situar al escritor en el primer plano. Nobleza obliga. No puede haber torre de marfil. El escritor se desborda o compromete, más o menos, en los afanes del servicio público que le atraen y lo solicitan.
—¿Cómo evitar que el reposo creador se perturbe entre los rumores y vaivenes de la política?
—El cuidado estricto de la forma se dará en las treguas de mansedumbre. No entre las preocupaciones cívicas, legislativas, pedagógicas. Salvo, claro está, para ciertos temperamentos de excepción y en ciertos instantes afortunados.
—Usted que conoce el mundo por más de un hemisferio, ¿cómo juzga la carrera de las letras en tierras americanas?
—En nuestras combatidas tierras de generales y poetas ¡gozan y sufren tanto los hombres! A veces me pregunto si los europeos entenderán alguna vez el trabajo que no cuesta a los americanos llegar hasta la muerte con la antorcha encendida. ¡Qué espectáculo el de América, amigo mío! Aquellos caen de muerte violenta, y éstos se matan a sí mismos en un esfuerzo sobrehumano de superación, para adquirir el derecho de asomares al mundo.
—¿Y la convivencia entre escritores?
—El andar en suertes poéticas es una temeridad y un peligro. Muchos han perdido aquí la felicidad, la salud, la vida misma. Si se entre aquí, no será por juego, no será para pasar el rato. Los que se han asomado a la poesía y después desertan –casi todos dan en políticos profesionales–, conservan para toda la vida una llaga irrestañable de odio. Si se entra aquí, se abandona toda esperanza; se está, para siempre, entre la perduta gente, entre los poetas.
Tumba de Alfonso Reyes.
Carballo, E. (1959). Tregua a las palabras. Contenida en: 100 entrevistas, 100 personajes. PIPSA Grupo Industrial y Comercial. México. 1991.


D. R. 2017 Darío Aguirre
D. R. 2023 Darío Aguirre





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