jueves, 8 de abril de 2021

María Félix

La Doña siempre


Dr. Héctor Darío Aguirre Arvizu
21-04-08


     #Semblanza #ElPersonajeDeldía #UnDíaComoHoy 8 de abril de 1914 nace María Félix en Álamos, Sonora, una de las grandes figuras de la época de Oro del cine Mexicano. Debuta en el cine en 1942 con "El peñón de las ánimas". Participa en 48 películas y además recibe un premio Ariel que otorga la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas. Curiosamente murió el mismo 8 de abril pero de 2002.

María Félix, la Doña.

     A continuación reproducimos una entrevista publicada en una revista no especificada pero que fue reproducida en el libro 100 personajes, 100 entrevistas, publicado por PIPSA y coordinado por Vicente Leñero, mismo que realizó la entrevista que se publicó en septiembre de 1966.

     Nación en el rancho El Quiriego, cerca de Álamos, Sonora, el 8 de abril de 1914. Muy niña se mudó con sus padres a Guadalajara, donde cursó los estudios primarios, ganó un concurso de belleza y fue coronada reina del carnaval.
     Contrajo matrimonio con Enrique Álvarez, de quien procreó un hijo, el también actor Enrique Álvarez Félix (1934). En 1940 se trasladó a la ciudad de México y trabajó con un cirujano plástico. Se inició en el cine en 1942 con la  película El peñón de las ánimas. Ha trabajado junto a los galanes cinematográficos más populares (Jorge Negrete, Pedro Armendáriz) y bajo la dirección de realizadores como Emilio Indio Fernández. Fernando de Fuentes la dirigió en la adaptación cinematográfica de la novela Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, película que se llamó Doña Diabla y que, por la coincidencia de caracteres entre el personaje y la actriz, hizo que fuera llamada La Doña. Filmó en Francia y Estados Unidos. Diego Rivera la pintó y varios poetas le dedicaron sus versos. Memorables fueron sus matrimonios con Jorge Negrete y Agustín Lara. Participó en la telenovela La Constitución en los años setenta. Obtuvo el Ariel por sus actuaciones en Enamorada (1947) y Doña Diabla (1950). En 1986 le fue entregado un Ariel especial como reconocimiento a su trayectoria cinematográfica.

EN CASA DE LA DOÑA

     Se oye un timbrazo largo, inacabable, y Reyna, la cuñada de María Félix, dice: Ahí está. En la residencia de Polanco, donde una gran fachada de piedra gris limita y define la vida privada de la Doña, Reyna es algo así como su gerente, su administradora, su ama de llaves y consejera y secretaria ejecutiva: todo al mismo tiempo. Reyna es quien contesta el teléfono para informar a qué horas se podrá hablar con la Doña, quien vigila el trabajo de los operarios que han ido a colocar un toldo en el patio, quien vuelve a contestar el teléfono (“En esta casa llaman a todas horas –sonríe–, parece comisaría), quien finalmente me dice: espere un momento ya no tarda en llegar. Ahí está. El prolongado timbrazo –tercera llamada en el foro de un teatro, voz de “cámara-acción” en un estudio de cine– anuncia la definitiva aparición. Son las cinco y media de la tarde, la hora exacta que fijó para la cita la señora Félix. Hasta entonces todo ha sido silencio Y aquí está efectivamente la Doña; al fin.
     Toda acción, María entra bajando de uno de los cuadros de Leonor Fini, o mejor: como saliendo del que Chávez Marión acaba de pintarle; sólo que hoy, en lugar de suéter y los pantalones blancos con que la vistió el artista para significar mejor ese desplante un poco reto, un mucho triunfo, María lleva pantalones azul oscuro, un suéter rojo de cuello de tortuga y botas encarnadas. La imprescindible diadema contiene la hermosa mata de pelo que Chávez Marión puso a flotar en el viento, alígera. Es mi traje “del diario”, dice después. Así se siente más cómoda; así anda de aquí para allá, sabiéndose bella y diciéndose con orgullo de mujer que ha colocado en la cúspide de la fama su fama de mujer hermosa. Lo es, siempre, indiscutiblemente.
María levanta la ceja izquierda y avanza firme por el salón de esta casa que ha decorado para ella el marqués de Beyrac, de Clardecor. Su voz, la voz de sus películas y de sus presentaciones en público resuena durante el intercambio inicial de saludos. Sólo le falta un fuete, látigo quizá, supongo, para convertirse en una doña Bárbara citadino.
     Es la segunda vez que estoy delante de ella. La primera: una noche en casa de Ernesto Alonso. Cuando yo ya me iba, llegó a cenar acompañada por Quique. Vestía un traje azul-Dior; maravillosa, dijo Ernesto mientras yo me escabullía tímido con el buenas noches, mucho gusto, con permiso.
     –¿Un coñac?, ¿un café?
     María retarda la charla cuando desaparece por segundos para ir a decir algo a Reyna. Regresa pronto, siempre ligera y erguida, con el mismo cuerpo joven con que hace veintitrés años saltó al primer plano del estrellato nacional. Allí se ha mantenido desde entonces, sin moverse un milímetro, dirá después, durante la plática; ¡y vaya que eso cuesta!
     Y maría repetirá después:
     –Mantenerme en la primera fila sin que nadie venga a moverme. Entera. Bien vestida. Eso sí, cuando voy a una fiesta; al teatro, a una recepción, me gusta ser la mejor. Desde muy tempranito, porque yo me levanto muy tempranito: a las siete y media ya estoy pintándome y arreglándome y cepillando y cepillándome el pelo, nada de sprays; si tengo que ponerme chinos que ni modo, a veces hay que usarlos, no salgo de mi boudoir, nadie me ve, ni siquiera me asomo por aquí, se me hace una falta de respeto y de delicadeza y de todo; mucho menos afuera, ¿una mujer con chinos en la calle?, ¡qué horror! ¿María Félix, con chinos?, ¡jamás! A veces, claro, cuando estoy haciendo una película, tengo que salir muy de mañana sin peinarme por exigencias de la propia filmación, pero entonces me envuelvo muy bien con una mascada hacia acá y me subo al coche. Yo no sé cómo hay señoras… Pero eso no vaya a escribirlo por favor, no quiero ofender a nadie.
     –Eso se trae desde la cuna. Se nace.
     –No, no qué se va a nacer así. No me diga eso. Cuando uno nace no trae nada. Se nace en cueros, ¿o no? Las costumbres y los hábitos y todo se adquiere después a pura fuerza de voluntad, de régimen, de privaciones. Se aprende. Uy, es que usted no sabe cómo era mi madre. Frenos en los dientes desde niñas y tablillas en la espalda para que camináramos derechitas: cabréate, niña, cabréate, me decía mi madre que me enseñó a andar siempre erguida y con gracia. Les pedía a las monjas de la escuela que vigilaran si habíamos llegado o no con los famosos tirantes en la espalda. ¡Yo le debo tanto! Ahora está muy viejita, pero ahí sigue, sigue. La tengo aquí como una joya. Vive conmigo; muy bien cuidada, no faltaba más. Y ahí está, todavía la tenemos con nosotros Dios quiera que por muchos años. ¿Pero qué le estaba diciendo? Ah, que cuando aparezco en público, sí, me gusta que la gente diga: aquí ella ya María: ahora sí llegó la mejor. Lo mismo en México que fuera de México. Mire: los reportajes que me hacen en el extranjero escriben: Lea mexicana María Félix. La mexicana, fíjese usted. Ya no soy yo únicamente, es la mujer mexicana lo que represento para ellos. Y cómo va a quedar mal la mujer mexicana, eso sí que no, cómo voy a quedar mal yo misma con mi público. No señor. Llego a París y me paso horas y horas con Marc Bona, el Dior, viendo qué vestido me tiene especialmente para mí y qué zapatos. Uh, me enamoro de la ropa en forma que usted no se imagina. Es uno de mis vicios; me gustan  los buenos trapos y sé cómo llevarlos, qué caray, muy levantada siempre la cabeza y muy segura de mí, porque ¡aquí está María Félix!, a ver qué pero le ponen, sin un detallado fuera de sitio, sin un pelito de nada: ¡a todo dar!
     En el gesto de la Doña, en ese levantar un poco la cabeza enhiestando la barbilla, se repite el desplante que es desafío y postura ante la vida del cuadro de Chávez Marion. María quiere mostrarlo antes de iniciar la plática, cuando todavía es la señora Félix, intimidante y lejana. Pronto se convertirá en la Doña,  y luego, en fin, en María simpática, en María cordial, charlista extraordinaria capaz de hablar horas y horas de María Félix porque prefiero  hablar muy bien de mí misma, en lugar de hablar mal de la gente.
     –Venga, mire. Está en la biblioteca. Todavía no lo cuelo porque me lo acaban de traer. Venga. – Libros y cuadros en la biblioteca. Una mesa circular con la carpeta verde y el block para anotar gin. Libros de historia, de teatro, de filosofía, obras completas. todas en lujosa encuadernación; uno que otro en rústica. Cervantes y Freud, sor Juana, La Fontaine, Álvarez Quintero , Balzac, Premios Nobel, la enciclopedia Espasa Calpe, Editorial Janés, Aguilar… Un cuadro más de Leonora Carrington. Un apunte de 1930 de Salvador Dalí. Vampiros de Lepri y el célebre autorretrato de Diego Rivera a quien millones de gente admiramos y amamos, pero a quien nadie querrá tanto como yo. 1949.
     En el lugar de honor, arriba de la chimenea y en espera de un clavo: el óleo de Chávez Marión. La doña no economiza elogios para el retrato.
     –Siento que ésa soy yo, ¿verdad que sí?
     Luego se encaminará a la sala y sobre el mullido sofá de tapiz rojo hablará de su residencia y de Alex Berger, su marido. Catipoato. Allá tenía 4,500 metros cuadrados entre jardines y árboles y mil habitantes. Aquí sólo tiene 500 y un patio-jardín que gracias a un muro de espejos sabiamente colocado al fondo, como límite, disimula su brevedad. Pero la casa es agradable.
Magnífica diré yo.
     –Alex me tiene mucha paciencia. Yo soy una mujer difícil; tengo mi carácter, mi genio. Ah sí, qué difíciles somos las mujeres y qué difícil debe ser para el hombre aguantar nuestros caprichos y nuestros malos ratos. pero yo también le tengo mucha paciencia a él, no se crea que no. Por ejemplo, me molesta el olor a puro, y lo más fácil sería poner mala cara; pero no me digo: María, es mejor que lo fume aquí en su casa a que vaya a fumarlo a otra parte. Claro. ¿No tengo razón? Muchas mujeres no lo entienden y pobrecitas. Hay que saber ceder. Por eso mi hijo y yo dejamos Catipoato a pesar de todo lo que nos gustaba. Siempre he pensado que quien da el pan da la ley. Aunque cuando me casé con Alex se atrevieron a decir, sí, sí, lo dijeron, figúrese nada más, dijeron que yo me había casado por su dinero, por interés. Me dio mucha rabia y furiosa me encerré en mi cuarto para hablar conmigo misma como me recomendó un amigo hindú al que yo quería mucho. Él ya murió, pero conservo sus cartas y no olvido sus consejos valiosísimos. Cuando te sientas mal, me decía mi amigo hindú, enciérrate en tu cuarto y habla contigo misma en voz alta. Y así lo hago, frente al espejo. Aquella vez, furiosa, me preguntaba: a ver, María, ¿es cierto que te casaste por interés? Nadie podía oírme, me lo preguntaba con toda sinceridad porque luego puede haber sentimientos escondidos dentro de uno. Y me veía en el espejo pensando en todo lo que soy y cómo soy. Pero vaya, si no estoy fea, soy guapa, muy guapa, tengo cartel, fama; no estoy busca, ni tuerta, tengo mi sitio, gano buen dinero, cómo voy a haberme casado por interés. Soy un gran partido para cualquiera. Claro que sí. ¡Pero si pensándolo bine soy un partidazo!, ¿a poco no? Así hablará la doña durante la charla que está por iniciarse. Catarata de palabras, incontenibles, matizadas unas veces por el ademán de sus manos siempre quietas, expresivas; otras por las cejas arriba y abajo; por la mirada que desciende y se recoge, como retrocediendo, para dar oídos al interlocutor. Los dedos índice y pulgar de María se unen de pronto y trazan un fugaz pincelazo en el aire. Sus uñas se vuelven contra ella para señalarla en un ademán que las dos manos dibujadas en forma simultánea, mientras sus piernas buscan continuamente una nueva posición. Ahora se separan y se doblan a la manera de un buda. Ahora está de pie.

TRAPOS, TILICHES, TEMBELEQUES

     Impresionante flexibilidad la de esta Doña ágil y elástica capaz de doblar sus dedos hacia atrás hasta hacer que las uñas toquen el dorso del antebrazo. Mujer que es toda nervio, corriente eléctrica, chispa, llama, incendio. No, gracias, no fumo. Muchos periodistas han quedado boquiabiertos con sus respuestas.
     Es graciosamente supersticiosa. Emplea palabras como trapos, relajo, tembleque, tiliches, tacuche, greñas, chácharas; giros como ajustarse las pretinas, poner el ojo pelón, una señora encopetada. Cree en la magia. Lee la revista planeta. Colecciona porcelanas. Y ama la vida. Sobre todo eso: ama la vida.
     Lo dice y lo repite, otra vez porque es ese amor por la gente, por las cosas, por las obras de arte, se apoya –afirma– su incansable, sorprendente vitalidad. No solamente Alex, Quique y Reyna lo saben, sino las personas que trabajan a su servicio, sus criados. pero no los llama criados, son sus colaboradores. Gente que sabe que la Doña es inflexible en sus órdenes, que la Doña no disculpa la falta de limpieza, que la Doña no disculpa la desorganización. Y sus sirvientes –sus colaboradores– la quieren, nunca se van. (Yo tengo un gran respeto por el trabajo de los demás.) Raúl, por ejemplo, una especie de hombre equipo que lo mismo hace de mayordomo que de electricista o carpintero, ha estado a su servicio catorce años. María lo llama cariñosamente mi tigre Raulete, mi tigre de Bengala; qué haría sin él, dice, es maravilloso. Y Raulete serio, serio, siempre serio, sonríe con timidez.
     –No gracias, no fumo.
     –Dejé de fumar, va usted ver, precisamente el 3 de diciembre de 1962. Y no se cae que por cuestión de salud, ni por una promesa ni por nada, sólo para ponerme a prueba yo misma, para medir mi fuerza de voluntad. Antes llegaba a fumarme tres cajetillas diarias y ahora ya ve, ni un solo cigarro desde hace tres años y pico. No sé qué sabor tiene el whisky… Porque todo, todo, todos se consigue a pura fuerza de voluntad. Tienes que hacer esto, María, y lo hago. Una actriz como yo no puede mantenerse en la primera fila veintitantos años si no es a base de sacrificios que luego ya ni sacrificios resultan. A mí háblame de un gran filete, todo grasoso, y puf, no lo tolero ni en la imaginación. Mi dieta es rigurosa, nada de grasas y harinas; al medio día: dos huevos cocidos, un plato de carne asada con alguna verdura, y dos o tres guayabas que son muy alimenticias y muy sabrosas; para mí no hay mejor fruta que mis guayabas totonaca. Pero claro, no bebo agua durante las comidas. Los domingos hago una excepción y mando a descansar la dieta. Como lo que se me antoja. Es mi día libre.
     María sale de la biblioteca rumbo a la sala donde habrá de ocurrir la conversación. Ya no necesitaba del fuete de doña Bárbara porque ahora es, simple y femeninamente: María. Con ella va el perfume Joy, de Jean Patou, que ella envuelve y hace perdurar su presencia en las distintas habitaciones de su casa. Por primera vez en la historia del periodismo, la Doña accederá a abrir esas habitaciones a la cámara de una revista. No sólo eso: María en persona se ocupará de disponer el extraordinario arreglo de la mesa del comedor; tenderá la cama, su célebre cama de plata diseñada por Diego Rivera, con los exquisitos e increíbles encajes valencianos confeccionados a mano; permitirá la entrada a su baño de mármoles negros, a su íntimo boudoir.
El baño. El boudoir: nuevas repisas, nuevos estantes henchidos  con porcelanas de la primera firma mundial en porcelana: Jacob Petit, el célebre artista de principios del siglo XIX.
     –Es difícil conseguir una nueva pieza auténtica, informa la Doña. Yo salgo tras ellas y recorro galerías de arte y casas europeas de antigüedades en busca de un Jacob Petit. Es mi vicio. Mire, mire, vea esto. Vea qué trabajo, qué primor, qué delicadeza.
     –Fabulosos.
     –Cada pieza es para estarla admirando toda la vida. Por eso cuando me preguntan si me aburro yo me río. Cómo voy a aburrirme en mi casa teniendo estas preciosidades. Pero mire, mire esta figura.
     Y nos soy únicamente las porcelanas de Jacob Petit, sin los muebles de Maissen y los encajes valencianos y los recuerdos y todo lo que llena esta casa lo que le da un calor, un clima, un ambiente único de algo que vive por alguien y para alguien: una mujer de fina sensibilidad: la Doña.
     –Cuando era niña, me acuerdo, tenía unas postales de la Capilla Sixtina: me fascinaban los murales de Miguel Ángel Y la primera vez que fui a Roma corrí a admirar las maravillas. No puede decir nada. Me quedé así, sin moverme, y de pronto empecé a sentir que me estaban escurriendo las lágrimas… tamaños lagrimones y yo sin poder decir nada. ¿Usted conoce la galería Degli Ufizzi, en Florencia? Pues ahí hay un Tiziano, un retrato de un cardenal joven, con su uniforme o como se le diga, al que voy a saludar cada vez que llego a Florencia. Tiene una expresión, una majestad, un señorío…; es guapísimo, es un cuadro fabuloso. No qué va, y o qué voy a aburrirme habiendo tanto que admirar en el mundo. Y me gustaría que la gente supiera eso de mí, Su reportaje se podría llamar Por qué no se aburre María Félix. ¿No le parece un buen título? ¿Verdad que sí? Por qué no se aburre María Félix, y usted podría hablar de todo lo que tengo aquí en mi casa. Venga, venga para acá. Pase.
     Y conducido por María, antes de dar comienzo a la plática formal, penetro en las  habitaciones exclamando oh, oh, oh, ante lo que mis ojos descubren, En todo se refleja ella: sus gustos, su sentido del orden, su secreta feminidad. La señora Félix, María, la Doña, está siempre ahí, expresada en el ambiente y en los detalles de cada habitación. Al grado de que ella podría hacer suya, mejor que nadie, aquella frase de Pita Amor: “Yo soy mi casa.”


     Imágenes tomadas de:

     (1) Vogue.


     Con información de:

     (1) Leñero, V. (1991). En casa de la Doña. Entrevista en En 100 Entrevistas, 100 personajes. coordinado por Vicente Leñero. PIPSA. México.

     D. R. Darío Aguirre 2021



No hay comentarios:

Publicar un comentario