El que no quería aportar nada
Dr. Héctor Darío Aguirre Arvizu
17-06-19
#Semblanza, #Efemérides,
#EfeméridesMexicanas, #UnDíaComoHoy, 19 de junio de 2010 fallece el cronista y
ensayista mexicano Carlos Monsiváis, quien destaca por su capacidad crítica, su
estatura intelectual y su peculiaridad estilística, que lo convirtieron en una
de las voces más reconocidas del panorama cultural hispánico.
Nació en el Distrito Federal el
4 de mayo de 1938.
Carlos Monsiváis en los 70s |
Realizó sus estudios superiores en la Escuela Nacional de Economía
y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM).
Fue becario del Centro Mexicano
de Escritores y del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de
Harvard. Igualmente fue secretario de redacción de las revistas Medio Siglo y
Estaciones.
Hizo programas para Radio UNAM,
como El cine y la crítica, que se transmitió
durante más de diez años. Fue articulista de diversos diarios y revistas, como
Novedades, El Día, Excélsior, Eros, Personas, Diva y Vogue.
Fue cofundador y colaborador de
la revista Proceso (1976), del
periódico Unomásuno (1977), la
revista Nexos (1978) y el periódico La Jornada (1984); Fue director de La
Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!
Escribió múltiples ensayos sobre
el tema del cine. La crónica y el ensayo forman la mayor
parte de su obra literaria. Además escribió cuentos, fábulas y aforismos entre
otros géneros literarios.
Su trabajo ha sido diverso,
escribiendo crónica-ensayos como Principados
y potestades (1969), Días de guardar
(1971), Amor perdido (1976), Entrada libre. Crónicas de la sociedad que
se organiza (1987) y Escenas de pudor
y liviandad (1988).
Una caricatura |
Recibió diversos premios:
Nacional de Periodismo en 1977, el Jorge Cuesta en 1986, el Manuel Buendía en
1988 y el Mazatlán de Literatura en 1989. Además recibió el Premio Xavier
Villaurrutia, el Premio Lya Kostakowsky, el Premio Anagrama de
Ensayo y el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.
Falleció el 19 de junio de 2010
a causa de una insuficiencia respiratoria debido a un enfisema pulmonar que
padecía de tiempo atrás.
A continuación reproducimos una
entrevista realizada por James Fortson a Carlos Monsiváis publicada en un
diario (no especificado) en 1972 y reproducido en el libro 100 entrevistas, 100
personajes, editado por PIPSA, 1991, (p. 148-149).
El anteproyecto del caos
–¿Quién es Carlos Monsiváis?
–Es –como suele suceder– un
lugar común, una situación evidente, un proyecto continuo. Ese proyecto tiene
diversas posibilidades de frustrarse. Y esto es lo que me interesa del
proyecto: sus posibilidades de frustración como reportero, como cronista, como
escritor, como observador de la escena mexicana (lo último para encontrarle
algún título general que resuma todas sus ambiciones y que, al mismo tiempo, no
revele nada). Monsiváis tiene todas las características del proyecto o el
anteproyecto: es una idea responsable, es desorganizado, caótico, al margen de
la responsabilidad (sin pros ni contras), ávido y –en el fondo– sentimental,
por utópico. La única ventaja de este anteproyecto es que no está guardado en
ninguna oficina burocrática.
–¿Cómo describirías el Distrito Federal?
–Como una vocación de catástrofe
que se cumple en medio de la indiferencia. No, pero eso es muy retórico; suena
a frase de kiosko en 20 de noviembre. El D. F. Es Lon Chaney en El fantasma de la ópera; algo así, una
asechanza protegida por una máscara. Es una ciudad tan ignominiosa,
físicamente, que si uno no la vuelve invisible, concluye corriendo hacia el
frasco de nembutales más próximo.
–¿Te consideras un hombre religioso?
–No, no; para nada.
–¿Crees en Dios?
–Bueno, esto está ya contestado
en mi respuesta anterior. Prefiero que me preguntes si Tauro se lleva bien con
Escorpión.
–¿Qué opinas de la juventud actual?
–Esa pregunta por sí sola hace
una entrevista. Hay algo en la variedad de temas que propones que me remite a
la noción de trampa. Acudes a mi capacidad de opinión sobre cualquier tema, y
si me descuido y pontifico, me veré al final convertido en teólogo de café.
¿Cómo abordo entonces un asunto totalizador, “la juventud actual”? La juventud
actual es muchas cosas; hay muchísimas juventudes actuales, que desconozco o
conozco a través de referencias literarias o sociológicas. Ignoro el ritmo, el tono
de la juventud actual de provincia, de la actual juventud obrera, de la actual
juventud campesina. Me limito (me han limitado) a conocer un sector juvenil,
universitario por lo común, con intereses culturales, militancia en cine-club,
desdén por el nacionalismo cerrado, etcétera. De esta juventud, su mejor gente
se ha radicalizado, está en vías de consolidar una conducta crítica que
dificulte o haga imposible su incorporación, su asimilación al Sistema. Pero en
general, esta juventud que conozco está muy colonizada en el fondo, muy
retenida, muy frenada, muy dominada. Se le halaga y se le conquista; surgen los
señuelos de la diputación a los 21 años, del “país joven”, del
“poder-para-jóvenes” y se verifica el antiguo proceso: para “llegar” siendo
joven, sólo hace falta envejecer prematuramente. Ahora bien, esta juventud vive
bajo la presión de la publicidad internacional concedida a los jóvenes rebeldes
y quiere disfrutar de ese prestigio, del prestigio de inconformismo y de la
vida en libertad. El método elegido para gozar del status de joven
contemporáneo sin arriesgar nada es muy sencillo: la adopción de símbolos
externos; ropa, expresión en el rostro, hábitos de viaje, pelo largo. Una vez
incorporados los símbolos, se les domestica, se les nulifica, y se acaba
depositando casi toda la rebeldía potencial en la presentación; la sociedad se
habitúa visualmente al pelo largo y auditivamente a las 70 bocinas del rock
ácido y ya está. Sólo falta –en función de las asimilaciones– que se legalice
la marihuana. Pero éste es otro problema, mucho más complejo.
En su jugo |
–¿Crees tú en el amor?... ¿Cuál es tu definición de eso?
–Luego de que he pretendido
sentar plaza de muy radical, de muy-de-mi-época, más allá de Marcuse y Reich,
conocedor del papel social y clasista que el amor desempeña, etcétera, te
confesaré que soy un romántico tendencioso que llega al atroz extremo de vivir
sentimentalmente a dieta de Dionne Warwick o de Nina Simone meses enteros,
graduado en la Universidad Olga Guillot, capaz de atesorar boletos de camión y
fecharlos… La ruina. Y sé que love means never having to say you’re in love, pero no puedo evitarlo: creo en las
alboradas, en los crepúsculos, en la verdad delos noticieros de TV, en las
llamadas telefónicas porque sí y en la filosofía vital que se desprende del
repertorio de Johnny Mathis.
–¿Qué opinas acerca del culto a la personalidad en México?
–Bueno, no sé… el culto a la…
No, en rigor sólo puede hablarse de un culto a la falta de personalidad; eso
es, culto a la falta de personalidad.
–¿Cómo lo describirías?
–Como una necesidad de primeras
figuras; necesidad que yo pienso que se conforma con lo que le den. Todo se da
por acumulación, por vía del misterio. “Eso dicen y así debe ser”. Y por vía de
inexperiencia: ¿cuántos se hallan capacitados para distinguir entre lo máximo y
lo mínimo? Entonces, lo que funciona es la promoción, que se aplica
indistintamente y con las mismas técnicas a un gobernador o a un cantante de
rumba flamenca; a un miembro del Colegio Nacional o a una vedette que toca Haydn
mientras baila madison. La publicidad es el mensaje; el golpe de suerte es el
mensaje; la reiteración del nombre en las columnas de chismes es el mensaje;
incluso, el mensaje es del mensaje. México, creo en ti.
–¿Una explicación muy general de
este fenómeno? Por un lado, la imposibilidad de determinar las cantidades de
talento que corresponden a cada país y, por otro, el que en nuestra época las
grandes personalidades son producto de
los grandes reflectores. Reflectores que poseen los países consagrados, como
Estados Unidos, la Unión Soviética, China, Francia, Inglaterra, o que detentan
los países donde suceden situaciones políticas trascendentales, como Chile
ahora. México no dispone de atención mundial. México no existe (como noticia)
fuera de México. México difícilmente existe dentro de México.
–Es claro que la gente no cree
en su vecino porque es mexicano; no cree en el ídolo porque es mexicano. Para
que se den ídolos en México se precisa que la gente les perdone su
nacionalidad: a pesar de ser mexicano, es sensacional. De esta desconfianza,
manifestación aplastante de nuestro colonialismo, participan también los
aspirantes a ídolos, a personalidades, a figuras. El colonialismo mental suele
expresarse como duda ante la capacidad propia, fortalecida por la fe desbordada
en la capacidad ajena. “¿Cómo puedo creer en ti si crees en mí?”, sería la
frase que resumiría tal actitud. No que las personalidades y su culto sean
hechos eminentemente deseables (suelen ser hechos fastidiosos o enajenantes),
pero una presencia como Lázaro Cárdenas, por ejemplo, siempre vitaliza y
renueva a un país.
–¿Qué opinas del dinero?
–Mi relación con el dinero es
muy distante: No lo rodeo ni lo celebro ni lo asedio; no me conquista ni me
determina. Frente al dinero soy un perfecto bohemio de fines del siglo XIX.
Ahora, esta respuesta tan irreal podría darle al diálogo un carácter
fantasmagórico, entre canción de Luis Alcaraz (“el dinero no es la vida, es tan
sólo vanidad”) y poema de recién alfabetizado en la prisión. Y sin embargo, es
una respuesta sincera.
–Pero, ¿no le gustaría tener mucho, mucho dinero?
–Es un problema que no me
planteo siquiera. Mejor pregúntame en que estanquillo me gustaría comprar el
billete de lotería que me diera veinte millones.
–¿Qué opinas del sentido del humor de Carlos Monsiváis?
–Es interesante, pero no es
espectacular. En todo caso, como tal, sólo le puede servir y funcionar
válidamente a Carlos Monsiváis. El humor literario de Carlos Monsiváis sería
otra cosa. En confianza, creo que sí existe el sentido del humor de Monsiváis,
y la prueba es que, siendo tan melodramático, no se ha suicidado. El humor es
su distancia ante el frasco de nembutales; la prueba de que por muy miserable y
abandonado que se sienta, siempre lo espera la supergozable lectura de los
periódicos.
–Oye, tú estás obsesionado con la política…
–No, mi sentido del humor está
muy obsesionado con la política (mi humor y mi bárbara capacidad depresiva).
En su última década |
–¿Cómo describirías a Carlos Monsiváis en su calidad de periodista?
–Al principio, muy imitativo.
Descubrió el New Journalism, esa mezcla de procedimientos del reportaje con
técnicas de ficción, y enloqueció. Toda una etapa de sus crónicas consistió en
la admiración irrestricta a Norman Mailer y Tom Wolfe. Posteriormente,
Monsiváis se ha descolonizado un tanto, pero… ¿no es un poco artero solicitarme
una opinión así, sabiendo de mis impulsos irrefrenables a comentar críticamente
a quien sea? Me acuerdo de mi antiguo lema: “Tú dame el nombre y no pongo el
juicio condenatorio”.
–¿Cuál dirías que ha sido tu aportación a la sociedad mexicana?
–Mi aportación a la sociedad
mexicana… ninguna. Espero que haya sido ninguna.
–¿Y a la cultura mexicana?
–También, y gloriosamente,
ninguna. Tengo la esperanza de morir sin aportar nada. Es difícil; yo te comentaba
hacer rato que una de las proezas en México es no triunfar… Uno siempre acaba
aportando algo, aunque sea el nombre de una calle o un buen ejemplo a los
descendientes. Y cuando veo el juego de la Gran Familia Nacional y esos elogios
que se abaten sobre quien se deja, como Los pájaros de Hitchcock, siento que me
corresponde no aportar nada, que esas “tareas sociales”, contribuir, colaborar,
guiar, orientar, son –en función de lo que en México se entiende por orientar,
contribuir, colaborar, guiar– verdaderas necedades o traiciones. Y me niego a
aportarle algo a la sociedad mexicana y me niego a aportarle algo a nuestra
“cultura”. Puede ser que las uvas estén verdes; yo hago lo que puedo. Cuando me
dicen que alguna cosa mía es una aportación, me deprimo muchísimo; seguramente
es falso todo, pero no deja de ser un golpe que lo ubiquen a uno en el acto de
aportar. Yo siempre visualizo a Jaime Torres Bodet en el Colegio Nacional
hablando de los tres minutos que conversó banalidades con Gandhi, o a Martín Luis
Guzmán de senador, o a Beto Ávila de diputado; ¿míralos cómo aportan! O imagino
a un maestro de primaria al que después de 75 años de labor ininterrumpida le
entrega, en la Sala Ponce, el representante del Secretario de Educación Pública
(quien nunca asiste), un pergamino con el nombre equivocado. El espectáculo es
tan noble como deprimente.
Felicidad y sufrimiento sin
brújula ni horario
–¿Cuáles son tus intenciones en la vida?
–Esta es una pregunta demoledora
que no se le debe lanzar a un ser azaroso que vive al día y que ignora sus
intenciones de la hora siguiente.
–¿Te consideras un hombre feliz?
–En términos generales, sí;
sobre todo cuando sufro. Allí sí que me declaro criatura del cine y la canción
mexicanos. El resultado de este manipuleo me fue contundente: el colmo de mi
felicidad es el sufrimiento. Siempre aspiro a las relaciones personales
catastróficas, caóticas, de rupturas bisemanales, de noches en blanco
reproduciendo o aislando un estado de ánimo. La mayor gloria es sentirse
rechazado, sentirse viviendo el desastre, el despeñadero. Pero no hay que
confundir tan noble y nacional actitud con el masoquismo. No se trata de
encontrar el placer en el tormento, sino de atormentarse con la felicidad común
y corriente. Mi alegría es mi tristeza. La posibilidad de ser, siquiera un segundo, Arturo de
Córdova humillado por la partida de Yolanda Varela, me lleva al éxtasis. O
sentirme Pedro Infante llorando en una cantina la incomprensión de Marga López,
me parece una experiencia suprema. Cuando la paso bien, la paso a medias. En
cambio, cuando me instalo en la derrota y el abandono, la paso genialmente.
Ningún mexicano podrá sentirse verdaderamente integrado a la nación mientras no
entienda en carne propia por qué Sara García llora en silencio.
–¿Cuáles son las mayores virtudes de Carlos Monsiváis?
–Las mayores virtudes que le
conozco son su capacidad para desprenderse de todo lo que pudieras haber retenido,
con tal de hacer un chiste; su falta de sentido de la propiedad; el hecho de
que no disponga de mayor relación vital con los objetos y su aptitud para
confundir siempre la autocrítica con la penitencia. Yo nacía para monje mendicante,
y como no pude serlo me conformo con la autocrítica, lo que me evita ir, con
escudilla y ademán suplicante, de puerta en puerta.
–¿Y tus mayores defectos?
–Hum… Mis peores defectos son
los originados en una educación anárquica, y los que provienen del abandono de
todo con tal de lograr un chiste. Pero,
¿hay alguien que no enliste sus peores defectos como sus mayores virtudes?
La máxima virtud y el máximo defecto son caras de la misma moneda,
irremediablemente. ¡Y qué tal me leí mi Selecciones con todo y filosofía vital!
Mi irresponsabilidad es mi defecto señalado y al mismo tiempo mi mayor virtud,
porque siendo irresponsable no le asesto al lector un bodrio. Entonces, ahí
van, se acoplan, corren parejas mis virtudes y mis defectos.
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