Escribía, escribía y escribía...
Dr. Héctor Darío Aguirre Arvizu
17-05-16
#Semblanza, #Efemérides, #EfeméridesMexicanas, #UnDíaComoHoy 16 de mayo de 1918 nace el
escritor Juan Rulfo, uno de los máximos literatos contemporáneos, autor de Pedro Páramo y El llano en llamas. Premio Nacional de Literatura de México 1970 y
Premio Príncipe de Asturias de España de 1983.
Juan Rulfo |
Escribe
el propio Juan Rulfo:
“. — J. R. nació en Jalisco, México, el 16 de mayo de
1918. Fue hijo de Juan Nepomuceno Rulfo Navarro y de María Vizcayno Arias. El
primero descendía en línea directa del capitán realista Juan Manuel del Rulfo,
derrotado por el ejército insurgente en la batalla de Zacoalco, por lo cual fue
degradado retirándosele del mando de tropas. Durante la intervención francesa
volvió a las armas y participó, con el grado de coronel, en el combate de “La
Coronilla” que dio fin a la ocupación de los francesas en Jalisco. Como premio
obtuvo la alcaldía de Zapotlán el Grande y la hacienda de San Pedro. Su nieto
Juan Nepomuceno sería más tarde el administrador de esa hacienda, donde moriría
asesinado en 1920.
“Por la rama materna, los Arias,
antepasados de María, la madre de J. R., llegaron a Jalisco a mediados del
siglo XIV, obteniendo como encomienda el pueblo de Tuxcacuesco; aunque para
1920, fecha en que la cual enviudó, ya sólo quedaba en su poder la hacienda
ganadera de Aculco, lugar pedregoso y árido. Seis años después estalló la
revolución “cristera” que devastó hasta 1930 toda la región , dejándola
desolada desde entonces.
“Así pues, éstos son a grandes rasgos
los antecedentes familiares de J. R. Por una parte un oficial de José María
Calleja, Genera y Virrey de la Nueva España, por otra la magra herencia de un
encomendadero. Ni qué decir tiene que ninguna de estas dos cosas son para
enorgullecer a nadie, y menos ahora cuando he llegado a conocer su historia, la
cual por lo que a mí respecta ni me va ni me viene, pues nunca supe cuáles
fueron sus beneficios y en cambio, al parecer, si cargué con las consecuencias.
“Mientras cundía por todo el
estado de Jalisco la rebelión cristera, veía envejecer mi infancia en un
orfanatorio de la ciudad de Guadalajara. Allí me enteré también que mi madre
había muerto y esto significaba… bueno, significó un aplazamiento tras otro
para salir del encierro, ya que estuve obligado a descontar con trabajo el
precio de mi propia soledad.
“De algo sirvió aquella
experiencia: me volví huraño y aún lo sigo siendo. Aprendí a comer poco o casi
a no comer. Aprendí también que lo que no se conoce no se ambiciona y que, al
final de cuantas, la única y más grande riqueza que existe sobre la tierra es
la tranquilidad.” (Rulfo, 1994, p. 15-16)
Autorretrato |
A su nacimiento en Apulco fue
registrado en Sayula, para vivir en San Gabriel. Debido a la muerte de sus
padres los familiares se vieron instados a llevarlo a un internado de
Guadalajara, Jalisco.
Era asiduo visitante de la
biblioteca de un cura en San Gabriel. Por problema de huelga no puede
inscribirse en la Universidad de Guadalajara lo que lo lleva a emigrar a la
ciudad de México y al no poder revalidad los estudios le fue imposible ingresar
a la Universidad Nacional Autónoma de México, aunque asiste como oyente de
diversos cursos de historia del arte de la Facultad de Filosofía y Letras. Este
acto “de oyente” lo lleva a conocer profundamente bibliografía variada de
historia, antropología y geografía de México.
Viajó mucho en las décadas de los
30 y 40, llegando a trabajar ocasionalmente en Guadalajara o la ciudad de
México.
En 1945 publica algunos cuentos en
las revistas América, de México,
gracias al apoyo de Efrén Hernández, y Pan
de Guadalajara.
A principio de los cuarenta conoce
a su futura esposa, Clara Aparicio, con la que mantendrá una fuerte
comunicación epistolar (publicada en 2000) y con quien tendría varios hijos.
Abandonando un empleo en una
empresa llantera a principio de los cincuenta, obtiene en 1952 una beca por
parte del Centro Mexicano de Escritores, misma que es renovada al año
siguiente. Este centro había sido fundado por la estadounidense Margaret Shedd,
persona fundamental para la futura publicación de El Llano en llamas en 1953. En esta publicación reúne siete cuentos
previamente publicados en América, incorporando ocho más aunque modificados
constantemente. En 1955 publica Pedro
Páramo, misma que había publicado en adelantos en 1954 en las revistas Las letras patrias, Universidad de México y Dintel.
En 1958 termina de escribir El gallo de oro, que se publicaría hasta
1980. En 2010 se publicaría una versión depurada.
Sin embargo, le bastó con el llano
y Pedro para ser reconocido mundialmente, ya que su obra se ha traducido a
muchos idiomas.
Entre sus admiradores declarados se
cuentan Mario Benedetti, José María Arguedas, Carlos Fuentes, Jorge Luis
Borges, Gabriel García Márquez, Günter Grass, Susan Sontag, Elias Canetti,
Tahar Ben Jelloun, Urs Widmer, Gao Xingjian, Kenzaburo Oe, Enrique Vila-Matas y
muchos otros.
Sus lectores crecen y cambian
fascinando a las nuevas generaciones en las más diversas lenguas.
Rulfo también había sido fotógrafo
y publicó sus primeras obras en la revista América en 1949, llegando a tener
varias exposiciones en Guadalajara y Bellas Artes.
Remitimos al lector a la siguiente
liga para conocer detalles de las obras póstumas en relación al trabajo de Juan
Rulfo en literatura y fotografía. Juan Rulfo. http://juan-rulfo.com/cronologia.htm
Juan
Rulfo muere el 7 de enero de 1986.
A
continuación reproducimos parte de una entrevista realizada por Fernando
Benítez a Juan Rulfo en junio de 1980 y reproducida en 100 entrevistas, 100 personajes en 1991:
Soledad
insomne
He
vivido doce años casi pared por medio de Rulfo. Sus hijos –muy
pequeños– jugaban a la pelota sobre el prado de la Avenida Manuel M. Ponce y
nosotros recorríamos las desiertas calles vecinas, hasta que el Infonavit y
otros excesos urbanos excluyeron juegos y paseos.
Hace algún tiempo Juan se compró
un transmisor, me regaló otro y a una hora convenida me hablaba, como si me
estuviera hablando desde Comala. Al poco rato se aparecía tomando la apariencia
de un señor provinciano, por que eso es hasta la médula de los huesos, un señor
aldeano, un poco tímido y triste, de refinada cortesía y vestido esmeradamente.
Permanecía horas fumando, rodeado
de una nube de humo que velaba su sonrisa ligeramente irónica y sus ojos
tiernos y chispeantes, sin aludir nunca a sus libros ni a sus problemas.
Ningún alarde. Una sencillez
absoluta que recuerda la de Chéjov.
Aquejado de insomnios y de
apreturas familiares, enfermo con frecuencia, pasa las noches devorando libros
y oyendo música. Su ventana que da a Manuel M. Ponce es la única encendida del
barrio y cuando el gran pino de la casa del Delegado Apostólico surge con la
aureola del amanecer, ésta es la señal para él de que debe dormitar unas horas.
No cree en la publicidad de que
gustan rodearse los escritores, detesta los dimes y diretes del mundillo
literario y le disgusta que siempre le pregunte por qué no escribe y entonces
inventa novelas y dice que está escribiendo para que le deje en paz y el acoso
lo disminuya, por que no parece que baste haber escrito una de las mejores
novelas y unos de los mejores cuentos de las letras españolas. Los novelistas
son escritores de un solo libreo con variantes. Rulfo ha escrito ya lo medular
y lo que podría escribir serían modalidades de sus viejos temas. Se han
publicado guiones cinematográficos, escritos para ganares la vida en una época
difícil y los críticos han dicho que su estilo y su maestría sólo aparecen
ocasionalmente.
Rulfo no se siente obligado a dar
un libro anual. No comete esa tontería. Si Azuela hubiera escrito sólo Los de abajo o Vasconcelos el Ulises criollo o José Gorostiza Muerte sin fin, su fama sería la misma.
No añadieron nada superior. Un poema de los pigmeos o unos sonetos de Son Juana
expresan una plenitud, una creación espiritual que resume las excelencias de
una cultura y Rulfo ha resumido en pocas páginas el misterio, la poesía y el
lenguaje de sus pueblos con la maestría de los clásicos.
Apartado de los centros literarios
y del poder, lo mismo puede vender llantas recorriendo México que ocupar
pequeños cargos sin hacerse sentir, sin pedirle nada a nadie, sin mover un dedo
para acomodarse. Marginado de la literatura activa, del Colegio Nacional, de la
Universidad, de las revistas o de las grandes editoriales, carente de los
apoyos que le permiten sobrevivir a los escritores, lo ha sostenido su
prestigio.
No escribe hace 20 años pero es el
único cuyas obras se publican en ediciones de 100 mil ejemplares y merecen cada
año más notas y estudios críticos de los que suscitan generaciones de
escritores.
Su fama le provoca molestias.
Siendo tal vez más conocido en España y en Sudamérica que en México, ha debido
hacerse de una técnica para eludir a periodistas y entrevistadores. Estudia los
planos de los hoteles y en Lima o en Buenos Aires lo he visto burlar el cerco
tomando pasadizos ocultos o elevadores de servicio.
Hoy edita libros, corrige el
detestable estilo de los antropólogos, viaja a coloquios y juntas de escritores
y a veces se aventura hasta la librería del Ágora donde platica con amigos o
escucha discos y grabaciones.
Cuando recorría el país en otros
años, le gustaba la fotografía. Sus fotos –que hoy se publican por primera vez
[pero no están en la obra consultada]– retienen el misterio de Pedro Páramo o
de El llano en llamas; mujeres enlutadas, campesinos, indios, ruinas, cielos
borrascosos, campos resecos. Una poesía de la desolación y una humanidad
concreta, una belleza real expresa un mundo que está más allá del paisaje y de
sus gentes, construido en blanco y negro con gran economía y nobleza. Lo que su
ojo veía el escritor lo llevaba a las letras.
Algunos de los mejores momentos de
esos 12 años los que he pasado charlando con él después de la media noche y
muchas veces me he preguntado si verdaderamente lo conozco. Siempre deja una
sensación de tristeza, de lejanía, de que está en otro mundo a pesar de que
habla con una naturalidad absoluta, empleando el lenguaje refinado y popular de
sus personajes, un lenguaje que él mismo se ha inventado y que no encontré
nunca en ningún otro escritor. Yo he vivido siempre entre libros y conozco mi
país y su historia, pero estando con él siento que me lleva de la mano y
recorro caminos no explorados. Me habla de un cronista del XVI desconocido para
mí que aporta un dato precioso, de un prólogo que ilustra la vida de un autor,
de una antigua edición facsimilar inencontrable, aclara un enigma o me presta
el libro necesario. Otras veces me habla de libreros, o de pueblos, o de
cuatreros y gallegos, de cómo bajó el cráter del Popocatépetl, o cuando me
quejaba de no encontrar un libro iba a mi biblioteca y me lo ponía frente a los
ojos. Para Rulfo no tiene secretos ni el país ni la historia. De ser rico
hubiera sido un García Icazbalceta o un Porrúa o un historiador o un campeón de
alpinismo o un gran Mecenas erudito, o todo eso junto, pero sólo contaba con su
prodigiosa imaginación y fue y lo será siempre un novelista.
Una noche, antes de mudarme de
casa, hablamos un poco de al vida, de sus libros, de sus gustos, es decir de
los temas que elude tratar públicamente y que en cierto modo comprendían
algunas de nuestras conversaciones.
—¿Y
tú, Juan, cómo viniste a México?
—Llegué a México debido a la
huelga de la Universidad de Guadalajara que entró de 1933 a 1935. En la Preparatoria
no me revalidaron los estudios y me iba como oyente a Mascarones. Asistía a los
curos de Antonio Caso, Lombardo [Toledano], Menéndez Samará, González Peña,
Julio Jiménez Rueda; pero aprendimos literatura en el café de Mascarones donde
se reunían José Luis Martínez, Alí Chumacero, González Durán, gente toda venida
de Guadalajara. Comentaban a los Contemporáneos, que eran nuestros gurús. Yo
comencé a leer a Korolenko, el Sachka
Yegulev de Andréiev que estaba de moda. Hoy me resulta enfadoso. Tiene
Andréiev cosas mejores como Océano y sus cuentos. Por supuesto en aquella época
leía a Hansum, a Selma Legorlof, a Ibsen.
—¿Y cómo te sostenías en México?
—Trabajaba de archivero en la
Secretaría de Gobernación ganando 84 pesos mensuales. Vivía en el Molino del
Rey con mi tío el coronel David Pérez Rulfo, miembro del Estado Mayor del
general Ávila Camacho. Luego que destinaron a fábrica el Molino, tuve que
alquilar un cuarto en una casa de huéspedes. Entré a Gobernación con un
jalisciense, el licenciado Barba González, y tú te has de acordar que Cárdenas
cambiaba mucho de gabinete. Entraba Silvestre Guerrero y entraban puros
michoacanos, entraba Juan de Dios Bojórquez y entraban puros sonorenses,
entraba García Téllez y entraban puros guanajuatenses y a todos nos cesaban.
Había en Gobernación tres archivos: el demográfico donde estaba Jorge Ferretis,
el de registro de extranjeros donde estaba Gamio y el de migración donde yo
trabajaba con Efrén Hernández. Descubrimos que a los recién llegados les
gustaban los mejores puestos y no los archivos, para no quedarse archivados con
sueldos insignificantes y por eso nos salvamos.
—¿Qué
hacías en Gobernación?
—Manejaba el archivo de
extranjeros. Recibí órdenes de ocultar algunos expedientes y los guardaba en un
cajón secreto. Inventé un sistema de clasificación que no era alfabético y del
que yo solo tenía las claves. Debían recurrir a mi forzosamente. Bueno, era
pura maña porque vivíamos en las transas y hasta que allá arriba no aflojaban
la lana, no aparecían los expedientes. Recuerdo que tuve desaparecido al
norteamericano dueño de la estación radiodifusora XEX de Reynosa. Esa estación
tenía 500 mil kv. de potencia e interfería con todas las estaciones
norteamericanas. Los gringos pretendía decomisarla. Debía ser un tipo muy rico.
Le sacaron mucho dinero y finalmente lo dejaron hasta sin radioemisora.
Hijo del desaliento
—Ya
practicabas tu oficio de novelista. Ejercías el podre de hacer aparecer y
desaparece a mucha gente.
—¿Qué quieres? Así son las cosas,
pero también, en las noches, como no tenía amigos me quedaba en el archivo y
escribía una novela. Se titulaba “El hijo del desaliento” y Efrén Hernández me
animaba diciendo que era una buena novela. Mandé un capítulo a la revista
Romance que hacían los españoles y por supuesto nunca lo publicaron. Dialogaba
con la soledad y era tan cursi como su título. Decidí tirar a la basura mis
trescientas cuartillas. Ya para entonces nos reuníamos en un café de Dolores,
donde nació la revista América. Había
treinta gentes. Figuraban, entre otros, Pita Amor, Rosario Castellanos,
Margarita Michelena, Jesús R. Guerrero, Carballido y Magaña que allí
escribieron sus primeras obras de teatro. En América publiqué dos o tres
cuentos. “Talpa, “La cuesta de las comadres”. No recuerdo el otro, tengo muy
mala memoria.
—Debido al
fracaso de mi novela, escribí cuentos tratando de buscar una forma para Pedro
Páramo, a quien llevaba en la cabeza desde 1939. La idea me vino del supuesto
de un hombre al que, antes de morir, se le presenta la visión de su vida. Yo
quise que fuera un hombre ya muerto el que la contara. Originalmente sólo
Susana San Juan estaba muerta y desde la tumba repasaba su vida. Allí entre las
tumbas se establecieron sus relaciones con los demás personajes, que también
habían muerto. El mismo pueblo estaba muerto. Debo decirte que mi primar novela
estaba escrita en secuencias, pero advertí que la vida no es una secuencia.
Pueden pasar los años sin que nada ocurra y de pronto se desencadena una
multitud de hechos. A cualquier hombre no le suceden cosas de manera constante
y yo pretendí contar una historia con hechos muy espaciados, rompiendo el
tiempo y el espacio. Había leído mucha literatura española y descubrí que el
escritor llenaba los espacios desiertos con divagaciones y elucubraciones. Yo
antes había hecho lo mismo y pensé que lo que contaba eran los hechos y no las
intervenciones del autor, sus ensayos, su forma de pensar, y me reduje a
eliminar el ensayo y a limitarme a los hechos, y para eso busqué a personajes
muertos que no están dentro del tiempo ni el espacio. Suprimí las ideas con que
el autor llenaba los vacíos y evité la adjetivación entonces de moda. Se creía
que adornaba el estilo, y sólo destruía la sustancia esencial de la obra, es
decir, lo sustantivo. Pedro Páramo era un ejercicio de eliminación. Escribí 250
páginas donde otra vez el autor metía la cuchara. La práctica del cuento me
disciplinó, me hizo ver la necesidad de
que el autor desapareciera y dejara a sus personajes hablar libremente, lo que
provocó en apariencia, una falta de estructura. Sí hay en Pedro Páramo una
estructura, pero es una estructura construida de silencios, de hilos colgantes,
de escenas cortadas, pues todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un
no-tiempo. También perseguía el fin de dejarle al lector la oportunidad de
colaborar con el autor y que llenara él mismo esos vacíos. En el mundo de los
muertos el autor no podía intervenir.
—Se me ocurrió
todo eso porque entonces leía demasiado y con frecuencia no tenía el estado de
ánimo para disfrutar plenamente mis lecturas, incluso tratándose de escritores
que me gustan mucho. Yo quería leer algo diferente, algo que no estaba escrito
y no lo encontraba. Desde luego no es porque no existiera una inmensa
literatura, sino porque para mí sólo existía esa obra inexistente, y pensé que
tal vez la única forma de leer era que yo mismo la escribiera. Tú te pones a
leer y no hayas lo que buscas. Entonces tienes que inventar tu propio libro.
Desecho, desecho siempre y no encuentro lo que quiero. A veces me agoto
inútilmente. No sé si esto que te digo tenga alguna coherencia pero así lo
siento.
Benítez,
F. (1990). Soledad insomne. Entrevista incluida en 100 entrevistas, 100
personajes. PIPSA Grupo Industrial y Comercial. México. 1991. (pp. 217-218).
Rulfo,
J (1994). Retrato y autobiografía. En: Jiménez de Báez (1994). Los cuadernos de
Juan Rulfo. Ediciones Era. México.
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