La Gatita Blanca
Dr. Héctor Darío Aguirre Arvizu
18-09-04
#Semblanza, #Efemérides,
#EfeméridesMexicanas, #UnDíaComoHoy 4 de septiembre de 1978 fallece María
Conesa, actriz y bailarina famosa en México por sus interpretaciones en zarzuelas
y conocida como “La Gatita Blanca”.
Nació el 12 de diciembre de 1892.
María Conesa, toda una presencia. (1) |
Fue una niña que empezó su carrera artística,
apoyada por su madre, desde pequeña en París, básicamente en zarzuelas.
Llegó a México en 1901 o 1908 según otros
(ella afirma que éste último año, que suena más lógico) como parte de la
Compañía Aurora Infantil.
Hizo su debut en La Gatita Blanca, zarzuela el año de su llegada.
Apareció en la película La Banda del
Automóvil Gris, casi autobiográfica.
Durante años realizó grandes temporadas en
los principales teatros de la capital: el Principal, el Lírico, el Follies
Berger, en la llamada “época de oro del
teatro de revista”.
En los setenta trabajó en televisión en el
programa Cita Musical dirigido por Emilio Tuero.
Fue homenajeada el 11 de enero de 1976.
Falleció el 4 de septiembre de 1978.
Se incluye una entrevista realizada por
Wilberto Cantón en junio de 1966 a María Conesa, en un medio no especificado,
pero reproducida en el libro 100 entrevistas, 100 personajes, editado por
PIPSA.
Nació en Vinaroz, España, el 18 de diciembre
de 1892, y murió en la ciudad de México el 4 de septiembre de 1978. Llegó a
México en 1908 para continuar su carrera como actriz y cantante en los teatros
Principal y Colón. Como tiple cómica, ganó mucha popularidad por su proximidad
con los próceres de la Revolución que la admiraban. Conquistó definitivamente
al público en el papel principal de la zarzuela La Gatita de Oro, y en la de Jimena
y Vives, La Gatita Blanca, nombre
que le quedó como mote. Su última participación en una temporada de zarzuela en
el Teatro de la Ciudad de México fue dos meses antes de su muerte.
LA GATITA BLANCA
Retratos de muchas épocas, que repiten el
mismo bello rostro, siempre idéntico y siempre distinto; y vagando por esa
galería de espejos, el rostro levemente azorado de la María Conesa de hoy que
parece interrogar algo angustioso, apremiante: los ojo muy abiertos, las cejas
bien arqueadas, la boca temblorosa…
Por todas partes, recuerdos, trofeos,
obsequios, autógrafos. Firmas ilustres que loan su gracia, personajes unos
instalados ya en la inmortalidad, otros en la dudosa sombra de lo que el tiempo
esfuma, muchos más que definitivamente ya no sabemos quienes son. Don Artemio
del Valle Arizpe, Alberto J. Pani, el gran Pesqueira, don Rafael López, José
María Gurría Urgell, Alfonso Reyes, Villaespesa… Versos, pensamientos, cartas.
—¿Qué piensa usted de la Conesa, admirada María?
—Pienso que ya no soy yo…
Respuesta melancólica que corrige enseguida,
con su vivacidad característica:
—Pienso que tiene mucho aguante.
¡Mire que seguir levantando la pata después de tantos años!
En vísperas de presentarse en público en una
conferencia en que hablará de sí misma –“¿Conferencias yo, que no sé hablar sin
apuntador?” –, María Conesa hace un inventario de sus recuerdos.
—Cuando llegué de España en 1924,
me recibieron en manifestación los charros y hubo atropellados y heridos… Así
era la Conesa. Conocí a los hombres más famosos de mi tiempo. Y me admiraron,
puedo decir que… Pero ¿por qué estar siempre hablando de mi?
—¿Por qué no?
—Bueno, de todos modos, es mejor
que hablar de los demás.
—Cuéntenos cómo se inició en el teatro.
—Fue cosa del destino. Vivía en
Barcelona cuando apreció un anuncio en el que solicitaban niños para una
compañía teatral. Mi madre, que era una de esas españolas bravías, decidió
llevarme. Pero como tenía yo mucho pelo, a pesar de mi edad (ocho años) me
metió bajo un grifo y me dio una lavada tal, que a los pocos días tenía
erisipela en el cuero cabelludo. Mi hermana Teresa se fue a París con la
compañía; yo me quedé, enferma, y después tuvieron que cortarme el pelo a rape.
Lucimiento. (3) |
—Cuando el empresario vino a
buscarme y me vio sin pelo, se negó; no le servía yo así. Pero mi madre le
dijo: “O toma usted a ésta o me devuelve a la otra”. Y me tuvo que aceptar
pelona, aunque fuera en el coro de hombrecitos, pues era lo que yo parecía.
—Antes todas comenzábamos por el
coro. Ahora las cosas comienzan a construirse por las azoteas. Con esa compañía
trabajé en París y luego me embarqué hacia América: Nueva York, La Habana,
México…
—¿Con esa compañía debutó en México?
—Sí, en La verbena de la paloma.
—¿Qué papel hacía?
—El del portero que aparece en el
primer acto. El pelo no me crecía lo suficiente todavía para hacer papeles
femeninos. Un año duró esa gira. Luego volvimos a España; pero en Málaga se nos
murió el empresario y la compañía se disolvió. Las niñas formamos un grupo de
baile. Éramos seis. Fuimos a Italia: Milán, Génova, Florencia, Livorno… Luego,
en España trabajamos en los “cafés de familia”, unos pequeños cafés cantantes
donde se permitía a los clientes hacer sus números, pero que tenían, para
animarlos, algunas variedades contratadas.
LOS PATOS Y LA ENVIDIA
—No duramos mucho las seis
juntas. Mi madre se peleó con la madre de otra de las chicas y nos separamos mi
hermana y yo. Formamos una pareja. Bailábamos y cantábamos el Dúo de los
Paraguas, o el de Los Patos, y cosas así.
—Pero nos duró poco. Teníamos
muchas malquerientes entre las compañeras, porque éramos muy jóvenes y ya
gustábamos mucho. Una vez una artista cuyo nombre nunca he vuelto a pronunciar
nos amenazó. Nosotras sentíamos que nos seguían en la noche, al salir del
teatro. Y notábamos las malas caras, el ambiente hostil. Pero mi madre decía:
“¡Qué va a hacernos esa! Que se cuide ella. Ya verá”. Y un día que nos dejó
solas, nos salimos del camerino y como dos chiquillas que éramos, nos pusimos a
jugar entre bastidores:
—Que soy la Bella Otero… Y yo la
Cleo de Merode… Que yo soy una princesa… Y yo una emperatriz…
—Y en esas estábamos cuando se
nos vino encima aquella mala mujer, a puntapiés, y arañazos y mordidas. Mira,
todavía tengo aquí en el dedo una cicatriz. Fue entonces cuando, viendo que nos
defendíamos, le gritó a un hombre que estaba abajo y de pronto vi que a la pobre
Teresa le clavaban en la espalda tres puñaladas.
—Allí quedó, tirada en el suelo.
Su cuerpo me salvó a mí. La enterramos toda vestida de blanco, en una caja de
cristal… ¡Mi pobre hermanita! No cumplía todavía once años.
La voz de María casi se quiebra. Sus ojos se
humedecen con una lágrima que no llega a brotar. Y continúa:
—Seguí trabajando sola, después
de haber perdido el habla durante seis meses, por la impresión. Seguí trabajando,
pero tan triste, que una vez el empresario don José Gil, tan bueno, me gritó al
verme en un rincón: “Niña, ya deja de hacer esas caras, levanta la frente,
sonríe, que si no los garbanzos se van a poner a legua y media de tu
dentadura.”
—Tuve así que superar mi dolor,
porque necesitaba trabajar. Y al poco tiempo llegó mi oportunidad. En La gatita blanca, la estrella era Teresa
Galbó, la esposa del autor, el maestro Capella. Yo tenía sólo una parte
pequeñita. Y cuando en la siguiente obra me dieron otra más importante, la
Galbó, que tenía que bailar y cantar conmigo, protestó: “Póngame a una tiple,
no me ponga a esta chiquilla…”
—Pero el empresario me tenía fe y
prefirió quedarse conmigo. La Galbó se fue. Y me dieron todo el cartel: La gatita blanca, La fábrica de bellezas, El
ratón… Así fue como me vio el barítono Piquer, que hizo que me contrataran
en La Habana. Y estando en La Habana, me contrataron las Morión para debutar
aquí en México, en el Principal… Lo demás ya lo sabe usted.
—Se sabe, igual que todo México, que usted llena una época de nuestro
arte lírico. Pero ¿Qué me dice de su intervención en la política?
—¿La política? Líbreme Dios.
Nunca he tenido que ver con ella.
—¿Pero y su amistad con…?
—Esa es otra cosa. La política no
me gusta; los políticos, sí. Muchísimo. Conocí a todos los más grandes de
aquellos tiempos. Bailé para don Porfirio, aquí en México, cuando era
presidente, y después allá en París, cuando estaba derrotado. Doña Carmelita me
invitó a su mesa…
Elegancia. (4) |
—Madero también me iba a ver al
teatro. Me autografía ese retrato, mire…
—¿Y los revolucionarios?
—Una vez Villa vino a verme al
teatro. Canté aquel cuplé de Las musas
latinas. “Con mi cuchillo en la mano…” Me bajé al público, como
acostumbraba hacer, y le corté todos los botones del uniforme. El sonreía… Al
terminar la función, un español muy amigo de Villa, que lo acompañaba siempre,
son Ángel Caso, entró a decirme: “María, no salga usted del teatro, Villa
quiere raptarla”… y quieras que no, me quedé ocho días encerrada, durmiendo en
mi camerino. El teatro estaba rodeado de villistas y, por si acaso, mejor fue no
salir hasta que evacuaron la capital…
—¿Zapata?
—Fue a verme varias veces al
teatro. Una vez habían aprehendido a Bobby Algara, hijo de una amiga mía muy
querida. Lo habían encontrado en una reunión donde había uniformes federales,
quién sabe para qué. Yo le supliqué a Zapata que le perdonara la vida, que lo
dejara libre. Bobby es un buen muchacho, le decía, incapaz de hacer nada contra
usted. Esos uniformes los tendrían para disfrazarse… ¡Y lo dejó libre!
—Otra vez, Zapata me invitó a un
día de campo con toda su compañía. Fue una fiesta espléndida, con muchos vinos
de las mejores marcas. El general era muy serio, muy tímido. Y yo por alegrarlo
lo fui a invitar a bailar. “Pero sino sé bailar”, protestaba. Y yo dale y dale.
Tanto insistí que por fin decidió: “Bueno, que toquen una danza calabaceada”.
—Y lo hice bailar. Decía: “A ésta
no me la quitan”.
La risa franca de María pone puntos
suspensivos al recuerdo. Y luego otros brotan, incontenibles.
—Una vez, cantando siempre: “Con
mi navaja en la mano…” bajé al público y vi a un general con grandes bigotes a
lo káiser. Sin pensarlo mucho, me acerqué y le corté una de las guías
enhiestas. Causó tal sensación en el teatro, que me di cuenta de que había
cometido una torpeza. Al volver al camerino me dijeron que era Almazán. Me
entró tanto terror, que me encerré. Y sólo abrí porque él estaba ahí fuera,
dando unos golpes que podían tumbar la puerta. Temblando estaba cuando oí que
me decía: “Vengo a que me corte el otro bigote…”
María podría seguir recordando así quién sabe
cuántos episodios de su vida pintoresca. ¿Por qué no habría de escribir sus
memorias, como le sugiere esa gran amiga y periodista que es Helia D’Acosta?
Sería un libro histórico, precioso para sus admiradores, indispensable para
quieren quieran reconstruir toda una época de la vida artística y frívola de la
ciudad de México, a la que –como dijo uno de sus fieles- María Conesa ha dado
tanta alegría, que ya le quedó muy poca para sí misma.
Imágenes tomadas de:
(1) Cantón, W. (1966). La Gatita Blanca. En 100 entrevistas, 100 personajes. PIPSA, Grupo
Industrial y Comercial. 1991. (pp. 46-47).
(2) El siglo de Torreón.
(3) ADN 40.
(4) Cabeza de Borrador.
Con información de:
(1) Tovar
Ramírez, A. (1996). Mil quinientas mujeres en nuestra conciencia colectiva.
Catálogo biográfico de mujeres en México. Documentación y Estudios de Mujeres,
A. C. Primera edición.
(2) Cantón,
W. (1966). La Gatita Blanca. En 100 entrevistas, 100
personajes. PIPSA, Grupo Industrial y Comercial. 1991. (pp. 46-47).
D. R. 2018 Darío Aguirre
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